Pablo Gómez*/La Jornada
Elemento primordial de la democracia es el principio de la mayoría. Sin éste no puede existir aquélla, por más discursos que se pronuncien. La mayoría hace posible el marco de las libertades y derechos de todos, porque es el suyo propio. Así, sin decisiones por mayoría serían irrealizables tales libertades y derechos. No hay “derecho natural”, el cual sólo postulan los reaccionarios, sino conquistas sucesivas alcanzadas a través de la lucha política.
El gran problema de las sociedades modernas e, incluso, contemporáneas, es hacer valer decisiones mayoritarias, populares, en forma permanente y progresiva. El marco constitucional vigente en México fue elaborado a través de sus tres revoluciones, pero eso no quiere decir que fuera respetado por el poder establecido.
Superado en 2018 el priísmo degenerado en prianismo, entendido este último como la unidad neoliberal básica de quienes habían sido los dos principales rivales entre los años 40-79, se ha emitido un mandato popular que busca el divorcio entre el poder político y el poder económico, es decir, la supresión del factor oligárquico como fuente principal de las decisiones sobre el rumbo de la nación, incluyendo la impartición de justicia. La democracia, todavía en el marco de la formalidad y del sistema político competencial, ha dado lugar a un mandato mayoritario, el de la 4T.
Es un programa de Estado democrático y social tendiente a hacer valer derechos irrespetados, libertades negadas, soberanía nacional mancillada y una nueva vía de distribución del ingreso.
Dentro de los inmensos problemas de los años del priísmo y del prianismo, destaca la formación del Estado corrupto mexicano a partir de los años 50 (PRI) y relanzado durante los años 2000-2018 (Prian). Se trata de un fenómeno consistente en incorporar en la gobernanza del país un elemento pilar que se compone de sistemas articulados y permanentes de peculado, robo, fraude, extorsión y otros comportamientos ilícitos, pero enteramente normalizados. Este fue uno de los sostenes políticos del régimen, junto con el presidencialismo despótico, el corporativismo de las organizaciones sociales, la creación de estructuras monopólicas y el partido de Estado con su completo control del sistema electoral. Al mismo tiempo, la justicia, como gran sistema articulador, fue sometida al mismo molde estatal de corrupción y, así, de subordinación inicua al poder político.
Cuando se produjo el cambio de 2018, los poderes Ejecutivo y Legislativo empezaron el rompimiento del Estado corrupto, pero el Poder Judicial se mantuvo prácticamente igual. Centenares de jueces formados en el priísmo y, luego, en el prianismo, así como magistrados y ministros de la misma procedencia, salvo algunas excepciones, mantuvieron los mecanismos de tráfico de influencias y sobornos. Por lo mismo, el sistema judicial, en su gran mayoría, es militantemente contrario a la 4T.
Las cosas llegaron a los extremos cuando jueces, tribunales de circuito y Suprema Corte (en sus tres consistorios: pleno y dos salas) se lanzaron resolviendo casos en indubitable inconstitucionalidad. Caso extremo en que un ministro instructor admite una acción de inconstitucionalidad procedente del INE que carece de esa potestad en la Carta Magna e, incluso, que la tiene prohibida, y en el acto ordena la suspensión de un decreto del Congreso recién publicado, para lo que él carece también de potestad. La idea era impedir que el decreto siguiera vigente mientras la verdadera acción de inconstitucionalidad de parte de los partidos se presentara al pleno para ser resuelta, por cierto, sin entrar al fondo, sino alegando asuntos de trámite para los cuales carece de capacidad. La Suprema Corte ya era una facción política que acudía a la transgresión brutal de la Constitución de la República: era el Prian.
Así hubo muchos casos, siempre en favor de partidos y grandes consorcios empresariales; siempre contra el gobierno; siempre en contradicción con las normas que los jueces deben respetar y hacer respetar. Todo juez tiene libertad de afiliación política, pero ninguno posee licencia para resolver por consigna de partido, grupo, empresa, familia o poder público.
Tanto fue el cántaro al agua que terminó de romperse. Llegó un momento en que ya no había tregua, sino continua confrontación, incluso en asuntos aparentemente del diario, como los sabadazos de jueces, las suspensiones provisionales que resolvían el fondo del amparo y reiteración de criterios francamente ventajosos en favor de políticos y empresarios oligárquicos, además de presuntos delincuentes.
Por años se pidió a los togados que al menos atenuaran su militancia política, su oposicionismo, que se plegaran al derecho y a la ley. Sin embargo, todo iba peor.
La elección de 2024 era, por fin, la oportunidad para buscar una reforma del Poder Judicial, ya que la autocorrección de jueces no había sido posible. Reivindicar el principio de la mayoría –mandato supremo de la República– como forma de solución del conflicto entre el Poder Judicial y los poderes Legislativo y Ejecutivo. Así se planteó el asunto, ante las burlas de la oposición y el desdén de la mayoría de jueces, magistrados y ministros. Entonces no buscaban “diálogo”.
Llegó el día de la elección, no sin antes presentar el Ejecutivo al Legislativo una batería de reformas constitucionales que incluyen un cambio del Poder Judicial. En este contexto es que se ha votado, pero los integrantes del Poder Judicial carecen de respeto a las decisiones populares, ya que consideran que sus cargos están determinados mediante el mecanismo de gremio. Juran que el acceso a la función judicial responde a una sabiduría jurídica reconocida por jurisconsultos en funciones: sistema corporativo por excelencia.
Nos dicen que la elección popular de los togados no corresponde al ámbito de derechos ciudadanos, ya que la judicatura es una “carrera” conducida y vigilada por los mismos integrantes del gremio y porque el voto de selectos miembros del claustro es superior al del pueblo, pues expresa jerarquía y sabiduría (Edad Media). Sin embargo, no se basan en principio político alguno. Es nomás su dicho. Sin embargo, el artículo 39 de la original Constitución, que nadie ha pedido que se cambie, dice sencillamente: “Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste”. Es un liberalismo original, pero democrático. Nuestros jueces, por desventura, son liberales, pero antidemocráticos.
*Titular de la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda