Abraham Nuncio/La Jornada
Empezaré este artículo en orden inverso a su título.
Andrés Manuel López Obrador (AMLO) termina su sexenio cuajado de honores. Merecidos, sin duda, y muy a pesar de sus ululantes detractores y la nube de denuestos que le han lanzado llamándolo a la vez dictador y reclamando un falso cercenamiento de la libertad de expresión. Su calificación por las fuentes más insospechadas de sesgo lo ubican por encima de la atribuida a muchos de los gobernantes de los países asumidos como desarrollados.
Algunas de sus faltas y limitaciones –muy serias en varios casos– tienen que ver con el ejercicio estricto de sus posibilidades, incluso en un país fuertemente influido y en muchos sentidos determinado por el capitalismo imperial de Estados Unidos.
Esas faltas y limitaciones se relacionan con los privilegios intactos de los más ricos (en no pocos casos, delincuentes como Germán Larrea, Ricardo Salinas Pliego, Alonso Ancira) y con los derechos de los trabajadores: en su organización sindical, la mayoría se mantiene sujeta a los sindicatos blancos de las empresas (la Confederación de Trabajadores de México resulta un cascarón cada vez más vacío), pues la libre sindicalización apenas recibió un tibio impulso obradorista; en la nula presencia de los trabajadores en los consejos de administración de las empresas, que existe en ciertos países capitalistas; en las instituciones laborales que, como la Junta de Conciliación y Arbitraje o lo que de ella queda, se halla en manos patronales.
También en el rechazo, por convicción o chantaje empresarial, a no hacer una reforma fiscal progresiva ni a nacionalizar y en la no reducción de la enorme desigualdad del ingreso.
Dice un refrán africano: “Si le tiras al leopardo y no le atinas, mejor no le tires”. No tiene sentido hablar de “fifís”, “machuchones”, “conservadores”, “mafia en el poder”, “minoría oligárquica”, si con el aumento de su poder económico también aumenta su poder político que ha sido, es y será de derecha y, por tanto, contrario a gobiernos de izquierda, así ésta sea benigna o puramente verbal.
Tampoco lo tiene hablar de que “por el bien de todos, primero los pobres”, si los pobres reciben unos recursos residuales comparados con los que recibe 10 por ciento y enfáticamente el uno por ciento de los habitantes, del cual uno solo de ellos detenta una fortuna superior a la cantidad total de la destinada a los programas de bienestar durante el sexenio que está por extenuarse.
Cabe mencionar, en descargo de lo que el gobierno de AMLO nos queda a deber, el largo periodo identificado como neoliberal (1982-2018), donde la pobreza fue creciente y muchos de los recursos naturales e industrias estratégicas de la nación fueron enajenados al capital nacional y extranjero; donde el gasto social y los servicios básicos de salud, educación y vivienda fueron convertidos en negocios privados; donde la depredación ambiental y humana fue su marca; donde la prensa capitalista se erigió en corte suprema de la nación y la Suprema Corte de Justicia en departamento jurídico al servicio de los individuos con mayor capacidad dineraria; donde la soberanía nacional y la identificación política con nuestra América fueron entregadas sin parpadear al estadunidense destino manifiesto. Todo ello, además, agravado por la pandemia.
Los chumeles de oficio políticos opositores, empresarios, catedráticos, juristas, escritores, clíosofistas, curas antifranciscanos, rábulas, negociantes judiciales, faranduleros, periodistas chayoteros y una nutrida cáfila de tramposos y embusteros se vieron ratificados en sus convicciones de cipayos reverenciales de los intereses norteamericanos a la voz de los embajadores de Estados Unidos y Canadá. Su vocerío de neopreciosas ridículas quedó reducido a un silencio cómplice.
Extrema, centrista, doctrinaria, pragmática, la derecha, en un país capitalista, tiene por objetivo esencial la promoción del sector social más acaudalado, llámesele como se le quiera llamar. Para México, el epicentro de ese sector es foráneo: se halla al norte de sus fronteras y a él se halla asociado el sector nacional de la misma índole. Descartes nos diría que ahí está la evidencia: actos injerencistas y pronunciamientos empresariales (CMN y CC) coreados por el silencio de la derecha política.
Ahora ya procede el análisis. La lógica del sistema capitalista es obtener la mayor ganancia posible. La democracia en boca de sus representantes es una absoluta zarandaja. Ellos requieren explotar al máximo la fuerza de trabajo a su disposición: quedarse con la porción más grande posible del valor precio de la producción y el intercambio comercial. Requieren, además, leyes y medidas gubernamentales y sociales que les permitan apropiarse de territorios y recursos naturales de donde sea.
Por ello no toleran expresiones y/o gobiernos que signifiquen o nieguen, ni en fintas siquiera, lo que sus actores justifican. Y como esta es la narrativa y aun la práctica de la izquierda, el capitalismo repele espontáneamente a esta corriente y busca fortalecer a la derecha.
En este sistema no hay vías reales de transitar, con sus actuales reglas, a un mundo distinto. Lo cual no quiere decir que los gobiernos de izquierda o progres no puedan prefigurar lo que ese otro mundo pueda ser.
En cierta medida, el de AMLO aportó a ese tránsito.
Lo que parece torpe, por ceder al capricho de la oposición o por razones partidarias o personales, es que un activo político del tamaño de AMLO desaparezca (aunque tengo mis dudas) de la escena política nacional. Sería un absoluto dispendio.