Murió el poeta David Huerta


David Huerta

De la Redacción

En su mundo de libros

Al morir el pasado lunes 3 de octubre a los 72 años de edad, el poeta David Huerta dejó una obra literaria atesorada por sus colegas y alumnos. Con una trayectoria en el quehacer poético que inició en 1972 con su poemario «El jardín de la luz», David Huerta Bravo escribió algunas de las obras más logradas de la poesía mexicana contemporánea, entre ellas el clásico «Incurable» (1987).

David Huerta, hijo del célebre Efraín Huerta, se desempeñó como traductor, poeta, ensayista y editor; asimismo, fue parte del Movimiento Estudiantil de 1968

El poeta, editor, ensayista y traductor mexicano, David Huerta, quien perteneció al Movimiento Estudiantil de 1968, falleció el pasado lunes a los 72 años, informó la Secretaría de Cultura (SC) federal a través de su cuenta de Twitter sin dar mayores detalles del deceso.

En el mundo de la literatura, diversas figuras e instituciones lamentaron la pérdida del maestro, entre ellas la SC:

La Secretaría de Cultura lamenta el sensible fallecimiento del poeta, editor, ensayista y traductor mexicano David Huerta, quien fue miembro del Sistema Nacional de Creadores. Entre sus obras destacan “Incurable”, “El jardín de la luz”, “Cuaderno de noviembre” y “Las hojas”.

¿Quién fue el célebre David Huerta?

David Huerta nació el 8 de octubre de 1949, en la Ciudad de México (CDMX), fue hijo del también reconocido poeta Efraín Huerta. Durante su trayectoria perteneció a la generación del Movimiento Estudiantil de 1968, con un perfil crítico e intelectual del sistema político de la época.

Estudió la licenciatura de Filosofía, Letras Inglesas y Españolas en la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), estancia donde conoció a Rubén Bonifaz Nuño y a Jesús Arellano, quienes en 1972 le publicaron su primer libro de poemas “El jardín de la luz”.

Con su esposa Verónica Murguía

Esta frase la escribió David Huerta (1949) en su primer libro de poemas, «El jardín de la luz» (1972). Ese verso muestra el carácter de la #poesía escrita a raíz de la matanza de estudiantes en #Tlatelolco, el #2deOctubre de 1968.#FragmentosDeLectura pic.twitter.com/QQKBhTs3OA — Literatura y Fomento a la Lectura UNAM

Más tarde se desempeñó como traductor y editor para el Fondo de Cultura Económica (FCE), institución en la que dirigió la revista La Gaceta del FCE.

Además de su creación poética y ensayística, escribió durante diez años (2007 a 2017), una columna de opinión en el semanario de política “Proceso” aunado a una columna sobre temas relacionados con el Siglo de Oro en Revista de la Universidad.

Ha sido autor de diversos ejemplares que son hitos en la literatura mexicana, como el “Cuaderno de noviembre” (1976), “Versión” (1978; 2005, Premio Xavier Villaurrutia), “Historia” (1990, Premio Carlos Pellicer), “La sombra de los perros” (1996), “El azul en la flama” (2002), “La calle blanca” (2006), “El ovillo y la brisa” (2018), “El cristal en la playa” (2019) y otros más.

David Huerta recibió en diciembre de 2015 el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el campo de Lingüística y Literatura, por tanto, desde enero de 2016 es creador emérito del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

Efraín y David Huerta en 1959

En 1971, recibió el Premio Diana Moreno Toscano, en 1990 el Premio Nacional de Poesía Carlos Pellicer para obra publicada, además de que en 1998 los estudiantes de la Preparatoria Popular le dieron la medalla Mártires de Tlatelolco.

En 2005, le otorgaron el Premio Xavier Villaurrutia por Versión y en 2009 recibió el Premio Iberoamericano de Poesía para Obra Publicada Carlos Pellicer.

ELENA PONIATOWSKA

ESCRIBE SOBRE DAVID

Qué bueno que en 2019 la Feria del Libro de Guadalajara (FIL) le concedió el Premio FIL de Lenguas Romances 2019 de Guadalajara al poeta David Huerta, cuya obra a todos nos enorgullece. Su editorial Era (también la mía) publicó varios de sus grandes libros de poemas, como Incurable en 1987, Cuaderno de Noviembre y Versión, mientras el Fondo de Cultura Económica lanzó los dos volúmenes de La mancha en el espejo.

David dedicando libro a un lector

A David Huerta, poeta y maestro universitario, siempre lo quisieron los jóvenes, siempre lo consultaron porque irradiaba bondad. Recuerdo que en “el año de Ayotzinapa”, 2014, a cada hora, en los pasillos de la Feria del Libro de Guadalajara protestamos por la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y repetíamos todos enojados en voz alta, en una marcha dentro de la misma Feria, el poema de indignación y rabia de David Huerta que nos llegaba hasta el alma.

Después de contar hasta el número 43 y dar el nombre de cada uno de los estudiantes, permanecíamos callados y dolidos, de pie en los pasillos, y la voz de David resonaba entre los muros de libros en una de las protestas más conmovedoras contra la desaparición de jóvenes estudiantes.

También recuerdo que hace más de 40 años, cuando Julieta Campos dirigió el Pen Club Mexicano (que en nuestro país no hacía nada hasta que ella llegó), organizó una serie de conferencias en torno a la presentación de dos poetas que leerían frente al público: un poeta reconocido y un principiante. El laureado Octavio Paz escogió leer al lado de David Huerta. En voz muy alta y con palabras claras y contundentes, Paz explicó que no había escogido a David por ser hijo de su amigo Efraín Huerta, sino por mérito propio.

Por eso y por muchas razones más, la desaparición de David Huerta es un golpe artero que nos atañe a todos y atenta contra lo que podríamos llamar la comunidad intelectual mexicana. Su muerte afecta a los jóvenes universitarios y a quienes admiramos su obra y su actitud en la vida. Para los estudiantes, la pérdida es enorme y lo es con mayor razón para su hija, Paloma, y para su esposa, la escritora Verónica Murguía, quien fue una colaboradora dominguera del suplemento La Jornada Semanal y la persona, tal como lo declaró David, que más quería en el mundo.

Las hojas, de David Huerta

JOSÉ KOZER RECUERDA

AL QUERIDO POETA

La primera vez que fui invitado a participar en México en un pequeño festival de poesía en 1965 conocí a Efraín Huerta, se bebió y se rio a gusto.

Recuerdo que más adelante me presentaron a David durante la etapa en que, con su cola de caballo, llevaba la dirección de La Gaceta del FCE, y comenzamos a vernos esporádicamente en las salas, pasillos y salones de la poesía de México con cierta frecuencia.

Pasó un tiempo y lo volví a ver en una memorable lectura de poesía en la New York University, homenaje y despedida del poeta argentino Néstor Perlongher, ya tocado de muerte por el Sida, en la que participé con Néstor y Roberto Echavarren. Después de la lectura fuimos a tomar un refrigerio en casa de Jacobo Sefamí, en donde nos reunimos Néstor, Echavarren, David, Haroldo de Campos y otros amigos, poetas que tuvimos la alegría de estar juntos y la tristeza de vivir el inminente fallecimiento de Perlongher.

Recuerdo o creo recordar que estuve con David en un restaurante al que se nos invitó tras una lectura de poesía en el D.F., que hicimos Raúl Zurita y yo. No olvido que al final de la lectura que clausuró Alí Chumacero se nos acercó un joven estudiante y nos dijo: “Raúl Zurita leyendo era un volcán hacia afuera y José Kozer un volcán hacia adentro”.

Tras la cena antes mencionada hablé bastante con David y tuve la impresión imborrable de estar con un ser humano alerta, capaz de la participación más animada, la risa y un cierto desparpajo (a mí me introdujo a los albures mexicanos que me explicó en detalle), así como el silencio que implica la capacidad de escuchar al otro, capacidad que tanto brilla por su ausencia en el mundo ególatra de los poetas. Y su ternura, tranquila, una ternura que floreciera tras años de dura vigilancia de su propio espíritu ya vapuleado por la vida de la década de los sesenta, con sus virtudes de alteración y cambio tan necesarias y sus pequeñeces epatantes que se convirtieron en metralla y chatarra, en superficialidad de diversas cosas mayores: la cultura, el budismo, la búsqueda de nuevas formas de expresión, la creación artística, los nuevos maestros de la pintura, la escritura, la composición musical de ruptura.

 

Lo vi por última vez de pura casualidad deambulando por las calles de la Ciudad de México, encuentro fortuito que acabó siendo una lección magistral de David sobre el Siglo de Oro. Lo sabía todo, era ameno, estaba entregado y junto al poeta de Incurable tuve la fortuna de conocer a un crítico único que entraba en mundos de intereses propios única y exclusivamente por amor. Un amor central y no residual ni oportunista.

Y llegó Átropos, la diosa inexorable, tijeras en mano para cortar el hilo de la vida.

El funeral del poeta

Aquí canto a David Huerta. Lo imagino sereno, montando en una orilla la Barca de Caronte, incluso acariciando al perro tricéfalo que tendría a su lado, la vista fija en la otra orilla donde se entra en lo invisible, lo veo apearse de la Barca y reconocerse feliz, en verdad feliz dado que ha encontrado la dicha de la invisibilidad, la trascendencia ulterior (gate gate paragate parasangate bodhi svaja). Es y no es David, por supuesto. Su presencia es dantesca, como cuando Dante abraza a un amigo o contempla a un enemigo y se encuentra con que su abrazo carece de materialidad, es vacío. David lo sabía, la invisibilidad feliz implicaba asir la Nada, penetrar la ausencia de formas donde “no hay sufrimiento, no hay fuente, no hay alivio, no hay camino, no hay conocimiento” según plantea el Sutra del Corazón, el sutra más breve y condensado del budismo zen. David Huerta tal vez no lo conociera, sin duda lo intuía.

Lo imagino por fin, ahora, trascendido cuan trascendente, recordando un poema de su amado Fray Luis de León (“Oda a Francisco Salinas”) donde ambos maestros, uno Barroco, el otro Neobarroco (en parte) reconocen “que todo lo visible es triste lloro”.

 

 

Algunos deseos

 

Que vuelvas a ver la enorme catedral

y la erizada Capilla

y sientas el paso distante, los rumores

de los Cruzados y de San Luis.

 

Que vuelvasa la calle Monsieru le Prince

para asomarte a los escaparates

y, luego, en la calle Vavin,

a los inventos de los herboristas

y su lento prodigio -la invisibilidad de los olores.

 

Que vuelvas a recoer el brillo

de una escritura anhelada

en las tardes coyoacanenses.

 

Que abraces los árboles

y bebas el agua dulce

junto al amargo mar resplandeciente.

 

Que te inclines una vez más y siempre

sobe mi rostro

y que yo abra los ojos para verte.

 

EL PESO DE UNA CHISPA

Entro en una gasa letárgica

hecha de fantasma y Purgatorio.

Está detrás de una velocidad de párpado

la fractura de una Afirmación.

Pero yo nada puedo ya afirmar

en esta ensordecedora negociación

de bien, mal, política, moralidad.

Entro y salgo de vestiduras tensas,

la Afirmación me enardece:

debo escoger, tomar partido,

pronunciar una sentencia

y mantener los ojos abiertos.

Entro luego en ámbito

de arenas evangélicas,

veo sombras de manos y huelo

el vibrante viático de mi Hermano.

Salgo a los dédalos del mundo.

No renunciaré a este entrar y salir.

No escucharé las Órdenes. Tendré,

entre los fantasmas y los purgatorios,

sobre el calor de las manos que proyectan

esta sombra de un collar blanco,

la dávida necesaria. Sostendré,

al entrar y salir, el peso de una chispa

que sale de una gota o un río de sangre

-todo lo que me une a esto

y a lo otro, diminutivamente

a mi hermano, al mundo.