Zonas de desastre


Vicente Fox Quesada

León García Soler

Sobre las ruinas y la desesperación de los sobrevivientes, de los afectados por los sismos, por las inundaciones y deslaves a lo largo de los ríos que se salen de madre, hizo su aparición la política como remedio por encima del remedo de política a cargo de dirigentes y dueños de los partidos cuya pluralidad fuera aliento y expectativa de contiendas civilizadas y no despojos en espera de otra guerra civil.

De otra, como las del siglo XIX y sus Consejos de Notables con el ir y venir de Quince Uñas en carromato tirado por la multitud en eterno retorno de la farsa de Iturbide y el sargento Pío Marcha gritando: ¡Viva Agustín I! Como la Revolución nada. Ya ni siquiera el amargo sabor de la desigualdad implantada por la política al servicio de la economía y los políticos, sedicentes políticos, al servicio de los dueños del dinero. De los de siempre, los de la permanencia de todo antiguo régimen; los de la embriaguez de la lluvia de oro de abajo a arriba, para confirmar la sinrazón del rito reaganiano de favorecer la acumulación de la riqueza en las alturas, dizque porque así algo se derramaría hacia los de abajo. Los de Azuela, los que no atendieron a la generosidad de la aristocracia pulquera y acabaron echando del poder al Señor don Porfirio sin imaginar que sus descendientes volverían a descender, entre gritos burlones del poder amargamente llamado neoliberal; y para mofarse de los “nostálgicos del nacionalismo revolucionario”.

Cuahutémoc Cárdenas Solórzano

Y tembló la Tierra. En 1985 salieron de entre las ruinas los mexicanos del común, solidarios y valientes, decididos ante la timidez del poder político cuya extrema discreción anticipara el vacío, la ausencia del poder político. Vacío que se varía colmado por la algarabía de la gente decente, los mexicanos de bien y de bienes, que paradójicamente subieron a la vieja silla presidencial a impulso de Cuauhtémoc, hijo de Tata Lázaro, del general de América al que cantara Pablo Neruda entre versos a Zapata (con música de Tata Nacho). Y el tocayo del único héroe a la altura del arte volvió a reinar en el Valle de Anáhuac. Y nació un partido “de izquierda”, de las izquierdas y anexas unidas contra la hegemonía del partido casi único. De la dictadura perfecta bautizada por Vargas Llosa. Mientras por ese portón volvían los criollos decimonónicos, los polkos, los curritos y los mochos dueños del oro y el espíritu cristero: primero se repitió la historia como farsa: Vicente Fox No era Miramón; luego volvió como tragedia: Calderón no era Felipillo santo, sino jinete apocalíptico que desataría la barbarie, el fuego de la hoguera de vanidades en el que se quemaron los libros de texto gratuito.

Felipe Calderón Hinojosa

Y volvería a temblar la Tierra. La derecha del partido creado para demoler las instituciones del estado moderno mexicano, se despojó de prejuicios santurrones y se puso al servicio del becerro de oro, del Toro a las puertas de Wall Street. No cambiaron ellos. Los herederos de la Revolución habían cambiado el rumbo y empuñado la calculadora electrónica para llevar las cuentas del cuento de hadas que nos trasladaría al primer mundo sin necesidad de incluir a los millones hundidos en la pobreza, en el hambre y el aislamiento. No habría ya rectoría social, mucho menos todavía justicia social. Se acabaron las ideologías, la izquierda y la derecha eran epitafio para el Fin de la Historia. En 1985 cayeron los muros de la simulación en la Metrópoli del capitalismo financiero. Y ahora, en el tercer milenio, en 2017, al sur del olvido llegó la destrucción demoledora de la riqueza arqueológica y la miseria de la dispersión de pueblos.

“Pobre del pobre que al cielo no va/ Lo joden aquí y lo joden allá”.

Ahora que pesa más la percepción que la terca realidad, cuando las redes de la comunicación instantánea sirven a la estulticia de la post-verdad de Trump y sus delirios de la grandeza exclusiva y el poder demoledor de la otredad, de los diferentes, de la diversidad que es riqueza en la realidad y miedo y miseria en los tartajeos del tuiter a las tres o cuatro de cada madrugada; ahora nada altera el ruido, el delirio de la sentencia inapelable repetida sin cesar en el internet: La política es el mal y los políticos son malignos vectores de la corrupción, la incompetencia y el adormecedor discurso de la demagogia y las monedas recibidas de los dueños del dinero, de sus amos, a los que sirven como auténticos mozos de estribo.

Donald Trump

El sismo anticipa un cisma. Enrique Peña Nieto se ha hecho presente en los sitios más dañados por los temblores de Tierra y sus secuelas de viento huracanado y diluvios que se llevan casas, caminos, puentes, gente y su ganado mayor y menor. Es propaganda presidencial, montaje escenográfico para favorecer al PRI y para preservar el poder para los suyos, repiten los Savonarolas electrónicos. Los políticos tienen la culpa del mal que nos aqueja; la política es el pecado original, semilla de la corrupción y la impunidad. De cómplices en el “sector privado”, no se habla entre la gente decente; ese no es tema para las redes del drenaje. Sea.

Total, del sistema plural de partidos nada queda. Ha hecho implosión y los enemigos del poder hegemónico buscan un candidato independiente, uno ciudadano, uno con dos o tres cabezas para integrar un gobierno de coalición sin programa común, sin más proyecto que echar, volver a echar, al PRI de Los Pinos. Y ahí va la marcha de los tontos sin rumbo, sin horizonte. Con un pregón religioso y rostros santurrones, propios de quienes van a privatizar la política y dispersar en la niebla a los partidos políticos. Al fin y al cabo, así encumbraron a Donald Trump en la Casa Blanca.

Y ya siguen esa ruta muchos más, pequeños y grandes, millonarios y billonarios. Y en Barcelona se oyen ecos del grito fascista: ¡Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia!