Siete décadas del fin de la segunda guerra mundial


El beso, la cámara de Alfred Eisenstaedt inmortalizo el momento     

Agencias

Uno de los conflictos más crueles de la historia de la humanidad anunciaba su final el 14 de agosto de 1945, hace 70 años, la Segunda Guerra Mundial.  En Nueva York, EEUU, la gente salió a las calles a festejar la noticia, entre ellos una enfermera y un marinero,  que unieron sus labios en un beso que fue inmortalizado en una fotografía.

«Vi a la enfermera, parada entre la gente. Me concentré en ella, y como era de esperar, el marino se le acercó, la tomó en sus brazos y la besó», explicó el fotógrafo, Alfred Eisenstaedt, quien capturó el momento, según narra el portal de fotografía nnFotógrafos.

La fotografía fue publicada, el 27 de agosto de aquel año, en la revista Life bajo el título «Victoria sobre Japón, el beso».

La imagen de estos jóvenes anónimos besándose en mitad de Time Square, tuvo un gran impacto entre los marineros y enfermeras al punto de que docenas de personas se atribuían ser los protagonistas.

Tras una ardua búsqueda, George Mendonsa fue ratificado como el marinero de la foto, en agosto de 2005, por el Naval War College, apoyado por «un grado razonable de certeza» basado en unas marcas y lunares, el análisis de la imagen realizado por el Mitsubishi Research LAB de Cambridge, Massachusetts así como la opinión del profesor de fotografía y exdecano de la Escuela de Arte de la Universidad de Yale, Richard Benson, explica nnFotógrafos

Mendosa tenía 22 años en 1945. Se había alistado en la Marina en diciembre de 1941, luego del ataque de la aviación japonesa sobre la bahía de Pearl Harbor.

En cuanto a la enfermera, algunas versiones cuentan que en realidad era una asistente de dentista, y si bien varios portales de noticias y de fotografía atribuyen el nombre a diferentes mujeres, las historias coinciden que Mendosa salió de un bar a las calles y entre la mezcla de las bebidas y la euforia del momento besó a una figura (por el uniforme) que «había luchado a su lado».

 

 HISTORIA DEL CRUEL SUCESO

Tras el ataque a Pearl Harbor, el ejército japonés inició una fulgurante expansión por el área del Pacífico y el sureste asiático que parecía correr paralela a la guerra relámpago alemana en Europa y el norte de África. Durante los primeros seis meses, entre diciembre de 1941 y junio de 1942, todo fueron triunfos; las posiciones europeas en el Asia oriental del continente fueron expugnadas con enorme facilidad, y las islas y atolones del Pacífico conquistados sin apenas esfuerzo. La velocidad y rotundidad con las que los japoneses se impusieron produjo una honda impresión en los vencidos y, sobre todo, en los pueblos dominados por los europeos, que aprendieron la inolvidable lección de que el hombre blanco no era invencible.

La fortaleza japonesa, empero, tenía algo de ficticio, por cuanto ni los norteamericanos ni los británicos y holandeses derrotados disponían de defensas a la altura de la tarea de enfrentar a un ejército moderno. En general, estas apenas estaban concebidas con criterios actualizados, sino más bien con el objetivo de controlar a los pueblos asiáticos sojuzgados (con la notable excepción de Singapur y algunos enclaves en Filipinas). Y los estadounidenses apenas habían comenzado su movilización. Pero, en definitiva, para un Japón que veía en la guerra la respuesta a un bloqueo norteamericano que le condenaba a retroceder a la era pre-industrial, las victorias no resultaban menos enervantes. De hecho, los más avisados de los generales nipones, como Yamamoto, deploraban la guerra –en especial contra los Estados Unidos- pero estaban de acuerdo en que a su patria no le habían dejado otra posibilidad.

FIN DE LA GUERRA,   EL BESO, EN 205

DEVORADOS POR TIBURONES

En el verano de 1945, la época gloriosa de las grandes victorias hacía mucho tiempo que pertenecía al pasado. En junio de 1942 Japón había alcanzado su cénit y a comienzos de 1943 –en Guadalcanal- comenzó a retroceder. A partir de ese momento, un salto de isla en isla había ido acorralando a los japoneses cada vez más hacia su archipiélago. Para junio de 1945 los marines llevaban dos meses peleando en Okinawa –que ya pertenecía al territorio nacional japonés-, en la quizá más terrible batalla que hayan librado nunca.

Mientras tanto, en Los Álamos un comité confidencial decidía los blancos del lanzamiento atómico previsto sobre Japón, calculando cuáles eran los núcleos urbanos más propicios para que el hongo extendiese su manto mortal sobre ellos. Por primera vez se pronunció el nombre de Hiroshima, y Oppenheimer explicó a los presentes lo relativo a la destrucción nuclear, reflexiones que han alimentado desde entonces un debate que no cesa. Lo que condenaría a Hiroshima sería, irónicamente, el que se trataba de una de las ciudades en las que no había campos de prisioneros aliados.

En los medios políticos norteamericanos, la bomba de uranio respondía a una necesidad militar y al propósito de ahorrar vidas propias, pero también tenía el objetivo de mostrar el poderío de los aliados occidentales, particularmente de los estadounidenses, a los soviéticos. No cabe duda de que el ejército soviético, en términos convencionales, era el más potente del mundo, pese a sus gigantescas pérdidas durante la guerra, tanto por el número de hombres como por la cantidad de material blindado y de artillería que poseía. Además, la URSS gozaba de una reputación enorme en Europa occidental y en los Estados Unidos en parte como consecuencia de la propaganda de guerra aliada, y en parte como consecuencia de las terribles bajas sufridas durante la guerra para obtener la victoria sobre Alemania (que hoy se estiman en torno a los 27 millones de muertos). Los aliados occidentales eran superiores a los soviéticos sólo en  fuerzas aéreas y navales -muy superiores-, pero no podían compararse en tierra, de modo que la exhibición nuclear sobre Hiroshima y Nagasaki jugó un innegable papel disuasorio a la hora de moderar las apetencias expansionistas de Stalin.

El 26 de julio, para llevar a efecto el bombardeo nuclear sobre Japón, la US Navy transportó a bordo del crucero Indianapolis la bomba –desmontada- hasta Tinian. Allí esperaban los científicos y los aviadores, que se encargarían de completar el proceso y arrojar la bomba, respectivamente. Tres días más tarde, tras haber entregado el material que había de constituir la bomba, el Indianapolis fue torpedeado por submarinos japoneses, hundiéndose cerca de la isla de Guam; entonces comenzó uno de los episodios más truculentos de la historia de la armada norteamericana, al ahogarse en medio de la oscuridad unos trescientos cincuenta hombres a causa de la explosión y del hundimiento del buque, que los arrastró en su descenso. Otros ochocientos se salvaron provisionalmente de la muerte, aunque medio centenar murió con inmediatez, probablemente a causa de las heridas recibidas durante el ataque enemigo.

Torpedeado sin haber detectado al submarino japonés, el buque no había tenido tiempo de efectuar ninguna llamada de socorro antes de hundirse, de modo que sus camaradas de la armada ignoraban la situación de la nave. Nadie lo echó en falta durante unos días, mientras los supervivientes se afanaban en sobrevivir en medio del océano Pacífico. Pero, entre tanto, los marinos estadounidenses estaban viviendo una horrible pesadilla; cada mañana, manadas de tiburones plagaban las aguas en busca de carne humana que devorar, atraídos por los  sangrantes cuerpos mutilados. Privados de toda ayuda bajo el durísimo sol ecuatorial, los hombres se estremecían aterrorizados viendo cómo el círculo de los voraces escualos que les rodeaban se estrechaba hora tras hora. Además, pese a que conocían los efectos de ingerir agua de mar, muchos no resistieron la sed y la bebieron, enloqueciendo. Así pasaron casi cinco días, durante los que murieron casi quinientos marinos, la mayoría devorados por los tiburones; cuando fueron avistados por los aparatos de la USAAF, el 2 de agosto, apenas sobrevivían trescientos dieciocho hombres.  El total de muertos ascendió casi a novecientos.

fin de la el arco de triunfo

GUERRA RUSO JAPONESA

La muerte de Roosevelt en abril de 1945 había dado paso a la presidencia de Truman quien, a diferencia de su predecesor, pretendía hacer frente a los soviéticos, frustrando las  expectativas de Moscú de que las tropas norteamericanas fuesen evacuadas de Europa tal y como Roosevelt había prometido en Yalta para cuando terminara la guerra contra Alemania. Al mismo tiempo, el finado presidente norteamericano había comprometido a los soviéticos para que declarasen la guerra a Tokio al cumplirse tres meses del final de la guerra en Europa, pese a que los japoneses habían permanecido en una neutralidad exquisita durante los últimos seis años, neutralidad que había permitido la supervivencia del estado comunista: si Japón hubiese coordinado con el III Reich un ataque contra la URSS en el verano u otoño de 1941, mientras la Wehrmacht infligía unas terribles derrotas a los ejércitos de Stalin, el destino de la Unión Soviética habría sido sellado sin la menor duda. Pero, por una variada serie de causas, Japón se mantuvo neutral en todo momento, lo que salvó a la URSS de la desaparición. Naturalmente, Moscú jamás mostraría el menor agradecimiento por este hecho.

Tras la batalla de Okinawa resultaba evidente tanto para Washington como para Tokio que el siguiente objetivo eran las islas principales de Japón, Honsu y Hokkaido. Privados de una flota digna de ser tenida en cuenta desde la catástrofe de Leyte el octubre anterior, y con un poderío aeronáutico que era una sombra de lo que había sido, la última gran reserva militar de Japón era el llamado ejército Kwantung, estacionado en la más antigua posesión colonial japonesa, China.

Desde hacía años esta fuerza se hallaba acuartelada frente al ejército de Stalin en la frontera chino-soviética del Amur y Mongolia. Se produjeron choques muy sangrientos que degeneraron en batallas como la de Khalkin Gol en agosto de 1939, donde un joven general llamado Gueorgui Zhukov propinó una contundente paliza a los japoneses. Estos, escarmentados ante las potentes y modernizadas fuerzas soviéticas, no olvidarían la clase de enemigo que era. Japón, que en esos años dudaba acerca de la expansión hacia el este (Pacífico) o el oeste (Siberia), tomó buena nota de los problemas que acarreaba enfrentarse a los soviéticos, así que se abstuvieron -aunque no sólo por ese motivo- de participar de la invasión alemana de 1941.

Los japoneses podían recordar la escena que un Stalin embriagado protagonizó en la estación de ferrocarril de Moscú cuando, en la primavera de 1941, se despidió de Matsuoka –diplomático japonés- abrazándole efusivamente y haciéndole prometer que siempre serían amigos, pasase lo que pasase. Además, en abril de 1945 Molotov había asegurado al embajador japonés en Moscú que el Pacto de Neutralidad entre ambos estados se mantendría hasta abril de 1946. Pero todo eso, el 9 de agosto de 1945 carecía de importancia, por cuanto se cumplían tres meses exactos del fin de la guerra en Europa. Stalin ya no buscaba la amistad japonesa. El implacable estadista que consideraba el poder del papa en función de las divisiones de las que disponía, podía ignorar que la abstención japonesa en los años anteriores había salvado al poder soviético. Lo esencial, ahora, era obtener la mayor cantidad de territorio posible.

En ese mismo momento, Japón estaba considerando la rendición tras el lanzamiento de las dos bombas sobre su territorio, y Moscú lo sabía. Pese a que el gobierno estaba dividido, el emperador decidió poner término a la guerra, a la que ya no veía sentido, el 10 de agosto. Las bombas atómicas habían noqueado a Japón de un modo brutal, pero la URSS lo aprovecharía para caer sobre los últimos restos de las tropas niponas en el Manchukuo.

Las noticias que de allí llegaban a Tokio no podían ser peores. La madrugada del día anterior, en medio de una espectacular tormenta con gran aparato eléctrico, más un millón y medio de soldados soviéticos se había lanzado a lo largo de un frente de unos cuatro mil quinientos kilómetros contra el ejército Kwantung, muy disminuido con respecto a sus efectivos iniciales. La penetración fue tan profunda que el primer día los blindados soviéticos recorrieron hasta 150 kms. Además, los japoneses, pese a que tenían evidencia del masivo transporte de tropas soviéticas desde Europa hasta el extremo oriente, se habían negado a evacuar a la población japonesa que habitaban esa región por considerarlo un acto de derrotismo. Las consecuencias para estos, caídos en manos soviéticas, serías terribles. Mientras, la operación de ataque se completaba con el desembarco en la isla de Sajalín el 14 de agosto y las islas Kuriles.

Pero los soviéticos no sólo aprovecharían las circunstancias para asentarse en la región extremo oriental asiática, sino que, por irónico que resulte, esa operación la financiarían los Estados Unidos. Stalin había negociado el que los norteamericanos aprovisionasen a sus tropas ya que estas iban a ahorrarles vidas; de modo que Washington ordenó el transporte en buques de ochocientas mil toneladas de provisiones más otras doscientas mil de gasolina, además de quinientos carros de combate Sherman que sumar al gigantesco despliegue de más de cinco mil blindados propios. Es cierto que cuando se acordó la entrada de la URSS en la guerra contra Japón se consideró que esta podía ser de gran ayuda, pues no se tuvo en cuenta la posibilidad de un derrumbe como el que estaba aconteciendo; pero en esos momentos, la participación soviética no acortaba un solo día el conflicto, mientras permitía a Moscú implantar su influencia –que resultaría decisiva para la conversión de China en una potencia comunista- en esa región del globo.

El que los soviéticos no ignorasen el estado terminal en el que se encontraban las fuerzas japonesas y el subsecuente deseo de Tokio de poner fin a la guerra, constituía una excelente razón para ocupar el mayor territorio posible. Pero las unidades kamikazes del ejército japonés, con su fanatismo extremo, retrasaban lastimosamente la victoria; pese a la enorme diferencia entre uno y otro ejército, los atacantes pronto aprendieron que a los japoneses había que matarlos dos veces.

Además, no podía decirse que los soviéticos prodigasen los cuidados a sus hombres; muchos de ellos llevaban varios días sin dormir y, particularmente los que estaban destinados desde hacía años en las unidades del ejército rojo estacionadas en el extremo oriente, padecían de una malnutrición alarmante. Cuando los soldados del Frente Transbaikal pusieron en marcha los carros de combate en dirección a las líneas japonesas, hacía días que padecían deshidratación y chorreaban sangre de la nariz. El polvo levantado por los motores de los blindados y el calor que rozaba los cuarenta grados formaban espejismos de agua dulce en los que aquellos hombres trataban de calmar una sed que les torturaba. Desmoralizados, concluyeron que había que terminar con aquella guerra; nadie ignoraba que se trataba de la última operación de la IIGM, y la mayoría, sobre todo los veteranos, maldecían estar allí.

La breve campaña apenas duró una semana. La resistencia japonesa fue quebrada con los más expeditivos métodos, tal y como dejaron claro los soviéticos el 12 de agosto al tomar la fortaleza Hutou después de haber quemado vivos y asfixiados a sus defensores lanzando gasolina por los conductos de la ventilación. Tras haberse masacrado a placer a los kamikazes de la infantería japonesa lanzados contra ellos en Hualin, los T-34 se dirigieron contra el tren que transportaba refuerzos japoneses y dispararon contra los vagones, matando a todos los soldados –unos novecientos- antes de que ni uno solo pusiese el pie en tierra. Durante las siguientes fechas este fue el tono de la campaña; aplastantes victorias sobre un enemigo inferior y desesperado. A primera hora del 15 de agosto los atacantes habían penetrado más de cuatrocientos kilómetros tras las líneas japonesas, con lo que la campaña estaba liquidada.

El trágico final

El día anterior, 14 de agosto, la radiodifusión japonesa anunció que pronto se retransmitiría una proclama imperial en la que “se aceptará la decisión de Potsdam”, que produjo una inmensa impresión en los oyentes, pues no tenían idea de la extrema gravedad de la situación. Sabedores de que la alocución imperial ya había sido grabada por Hiro-Hito, los militares de la guarnición de Tokio -que se negaban a admitir la derrota- no dudaron en asaltar el palacio imperial para hacerse con dicha cinta e impedir su difusión; unos mil soldados penetraron en las instalaciones, para lo que hubieron de enfrentarse con los miembros de la guardia imperial. El comandante del cuerpo murió en el enfrentamiento, pero lograron rechazar a los asaltantes; de todos modos, la grabación no se encontraba allí.

Aquella noche, el general Anami, ministro de la guerra, se suicidó. No podía admitir la derrota de Japón, que veía como un deshonor sin precedentes, pero tampoco desobedecer al emperador. Anami fue solo el primero de una larga de serie de militares japoneses que cometieron suicidio para no ser testigos de la deshonra de su patria.

Onishi, creador de los kamikazes, se suicidó al día siguiente, para “honrar a mi pueblo y a mi emperador”; y, tras él, los generales Sugiyama, Tanaka Siichi y Honjo Shigeru. Unos meses más tarde, se suicidará también el príncipe Konoye. Además, numerosos miembros de asociaciones patrióticas se practicaron el seppuku en masa, como los doce de la Meiró Kai o los veinticuatro de Daitó Juku, en un corolario lógico del sentido del honor que había impulsado a tantos antes que a ellos en el camino del sacrificio máximo por la patria.

Al día siguiente, a las 12 de la mañana, Radio Tokio emitió el himno nacional tras pedir a los oyentes que se pusieran en pie para escucharlo. Por más que el anuncio fuese esperado, cuando se comunicó que Japón se había rendido una inmensa alegría sacudió a los prisioneros aliados en manos de los nipones y conmovió a los millones de combatientes norteamericanos que sabían, ahora sí, que sobrevivirían a la guerra. En todo el mundo, muchos millones de civiles respiraron aliviados: se ponía fin al conflicto más cruel, duro e inhumano que había vivido la humanidad.

Pero, inadvertidamente, y apenas cuatro días más tarde, cierto nacionalista y comunista llamado Ho-Chi-Mihn tomaba el poder en el norte de Indochina, mientras un grupo de franceses saltaba en paracaídas algunos cientos de kilómetros al sur; y en China, un grupo de combate comunista asesinaba a cuatro miembros de las fuerzas especiales estadounidenses comandadas por el capitán John Birch.

A pesar de su derrota, los japoneses habían dejado una herencia imborrable en el Asia amarilla: la conciencia de que el hombre blanco no era invencible.