Rosario Ibarra: heroísmo y tanatocracia


Miguel Henríquez Guzmán

Francisco Javier Guerrero Mendoza*/La Jornada

Rosario Ibarra

En mi lejana infancia no les daba mucha importancia a los dichos del general Álvaro Obregón, lo que me parecía interesante era saber por qué los siete enanos de Blancanieves eran tan pequeños y entender a qué se debía que Tribilín (Goofy) siendo un perro anduviera erecto con dos patas y Pluto siendo también un can, se sostuviera en cuatro. También recuerdo que sentía una extraña sensación placentera al contemplar a Elsa Aguirre en uno de los múltiples churros en que actuaba.

Súbitamente, en julio de 1952, un grupo de malhechores uniformados estuvo a punto de matar a mi madre porque disparaban sus armas de fuego en contra de muchas personas y sus balas pasaban cerca de la cabeza de mi progenitora, que estuvo a punto de desmayarse. Lo que sucedía es que las llamadas fuerzas del orden reprimían ferozmente a los asistentes a un mitin donde se celebraba el presunto triunfo del candidato presidencial Miguel Henríquez Guzmán sobre el candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI) Adolfo Ruiz Cortines.

Álvaro Obregón

Ese mismo día mi abuelo materno fue arrestado por ser henriquista y enviado a prisión sin juicio alguno. Se llamaba Miguel Mendoza López Schwertfeger y era un hombre afortunado frente a los embates de lo que algunos llaman la Santísima Muerte. Fue cesado por Álvaro Obregón, ya que emitió la Circular 51, donde ordenaba colectivizar la tierra como presidente de la Comisión Nacional Agraria. Posteriormente sufrió un atentado junto con el ilustre revolucionario Antonio Villarreal. En los años 40 estuvo a punto de ser asesinado por el mítico gatillero apodado El Güero Batillas, quien lo atacó con macanas y armas blancas, pero los vecinos lograron salvarlo. Tal tentativa de crimen venía de una orden de Maximino Ávila Camacho. Ya en 1952 como preso político tenía que someterse a las órdenes del homicida apodado El Sapo, quien había participado en una matanza de sinarquistas y después se dio el gusto de matar a personas aisladas.

Fue entonces cuando me di cuenta de que el país vivía bajo el imperio del necroestado o de la tanatocracia. El presidente Álvaro Obregón había declarado lo siguiente: En México si Caín no mata a Abel, Abel mata a Caín. Partiendo de esa premisa, se sintió cainita y ordenó aniquilar a muchos Abeles, hasta que un Abel fanatizado lo privó de la vida.

Adolfo Ruiz Cortines

Nada filantrópico era el sucesor y paisano de Obregón, Plutarco Elías Calles, a quien el ilustre antropólogo Manuel Gamio consideraba prototipo de la barbarie. Y no se trató sólo de Huitzilac, sino de muchos crímenes más. Pasemos una lista: Topilejo, Huitzilac, 2 de octubre, 10 de junio, Aguas Blancas, Acteal, Ayotzinapa y muchos etcéteras. Solamente en el periodo de Lázaro Cárdenas cesaron estos tsunamis mortíferos, no hubo presos políticos y volvieron al país varios exiliados, incluso rivales del presidente. Fuera de esa etapa el síndrome de Caín se había consolidado.

Según me han dicho, la bella cantora Angélica María vivió una experiencia semejante a otra que se había vivido en París 1871. Carlos Marx narra que mientras se masacraba a los heroicos defensores de la comuna, cientos de franceses se divertían en bares y restaurantes de la capital de Francia. Según me han informado, Angélica fue testigo, pero 100 años después en la capital de Chile, cuando los militares pinochetistas se dedicaban a cometer multihomicidios contra los partidarios del presidente Salvador Allende y contra muchos trabajadores de ese país hermano.

Plutarco Elías Calles

Nunca he comprobado si Angélica estuvo realmente en esa ocasión, pero sí sé que no pocos chilenos efectivamente recurrieron al esparcimiento en esos días aciagos; unos, porque estaban de acuerdo con las matanzas, otros porque querían escapar del miedo y varios más por el simple ­negacionismo.

Me parece que muchos de nosotros no habíamos concebido la magnitud de la tanatocracia. Pero a partir de 1975 apareció un Alma Grande (ese era el sobrenombre de Mahatma Gandhi), una pequeña mujer llamada Rosario Ibarra de Piedra que nos impulsó a despertar y acometer la lucha contra la letalidad que cada vez parecía más natural y de carácter normal. Era una heroína, una guerrera incansable, una indomable norteña que, al luchar en la búsqueda de su hijo, envolvió con su magia a otras muchas madres de desaparecidos.

Hay quienes opinan que Rosario fracasó porque nunca encontró a su hijo y porque en la actualidad vivimos bajo el imperio del hampa organizada, hay más de 100 mil de­saparecidos, se han cometido multitud de agresiones y asesinatos contra periodistas, luchadores sociales y ambientales y los feminicidios están en auge.

Angélica María

Eso es cierto, pero también lo es que gracias a Rosario se organizó un frente de batalla contra esos males y se ha formado un ejército, aunque no todavía suficientemente grande y poderoso, en defensa de los derechos humanos. No dudamos que, gracias al triunfo popular del 1º de julio de 2018, en el gobierno actual existen sectores dispuestos a seguir el legado de Rosario, pero también es notorio que en su seno existen nostálgicos de la tanatocracia.

Se dice que Espartaco exclamó: ¡Volveré y seré millones! También Rosario podría exclamar lo mismo y no me refiero tan sólo a las dignas mujeres mexicanas que luchan por seguir esa herencia sino a todas las personas de diferentes géneros deseosas de combatir para que realmente se logre el ideal de un México democrático y de equidad social.

Antropólogo e investigador del DEAS-INAH