¿Qué es la culpa?… ¿A dónde nos lleva?… ¿Realmente somos víctimas de la culpa?


Sigmud Freud

Vilma Ivette Rivera Abarca*

Cargando la culpa

 La culpa es una emoción de disforia (La disforia se caracteriza generalmente como una emoción desagradable o molesta, como la tristeza, estado de ánimo depresivo, ansiedad, irritabilidad o inquietud).  Se experimenta cuando la persona piensa que ha roto alguna regla cualquiera que esta sea pueden ser culturales, religiosas, familiares, políticas.

Tanto en  lenguaje especializado, como en el de uso ordinario, la culpa es un estado afectivo en el que la persona experimenta conflicto por haber hecho algo que cree no debió haber cometido (o de manera contraria, por no haber hecho algo que la persona cree debió hacer). Esto da origen a un sentimiento difícil de disipar impulsado por la conciencia.

Sigmud Freud, describió esto como el resultado de una pelea entre el Ello  y el super Yo. Estos conceptos creados por el padre del psicoanálisis, quien rechazaba el papel de Dios como castigador en tiempos de crisis o de premiador en tiempos de bienaventuranza.

Así, al remover una causa de culpa de sus pacientes, descubrió otra, la fuerza del inconsciente del individuo que contribuye a la enfermedad.

Freud llegó a considerar que “el obstáculo de un sentido inconsciente de culpa  es el más poderoso de todos los que se tienen para llegar a la recuperación”. Posteriormente, Jacques Lacan, (psiquiatra y psicoanalista francés) explica que la culpa es el acompañante inevitable del sujeto quién da cuenta de la normalidad en la forma del orden simbólico.

Alice Miller,  afirma que “mucha gente sufre toda su vida por este opresivo sentimiento de culpa, el sentimiento de no haber vivido a la altura de las expectativas de sus padres ningún argumento puede superar estos sentimientos de culpa, pues estos tienen sus inicios en los períodos más tempranos de la vida, y es de este hecho del que derivan su intensidad.”5 Esto puede estar ligado a lo que Les Parrott ha llamado “la enfermedad de la falsa culpa en cuya raíz está la idea de que lo que sientes debe ser real. Si sientes culpa, ¡debes ser culpable!.

El filósofo Martin Buber, subrayó la diferencia entre la noción freudiana de culpa, basada en conflictos internos, y la culpa existencial, basada en daños reales ocasionados a otros.

La culpa está asociada comúnmente con la ansiedad.

En estados de manía, de acuerdo a Otto Fenichel, (psicoanalista austriaco) afirma que el paciente logra aplicar a la culpa el “mecanismo de defensa de la negación  por sobrecompensación recreando el ser una persona sin sentimientos de culpa”.

En  investigaciones psicológicas se comprueba que la culpa es un factor importante en la perpetuación de síntomas del Trastorno Obsesivo Compulsivo. 

El trastorno obsesivo-compulsivo (TOC) es un trastorno de ansiedad, caracterizado por pensamientos intrusivos, recurrentes y persistentes, que producen inquietud, aprensión, temor o preocupación, y conductas repetitivas denominadas compulsiones, dirigidas a reducir la ansiedad asociada. (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales DSM-5)

Martin Buber

Los síntomas y la importancia que implica el TOC pueden presentarse a cualquier edad, y produce una importante discapacidad. La OMS lo incluye entre las 20 primeras enfermedades discapacitantes, con una prevalencia del 0,8 % en los adultos y del 0,25 % en niños y adolescentes, y entre las 5 enfermedades psiquiátricas más comunes.

Diversos estudios científicos demuestran que los pacientes que sufren un TOC tienen una calidad de vida muy baja, pues esta condición puede ser mental y físicamente agotadora, y en sí misma ser causa de incapacidad laboral temporal o permanente. Las obsesiones comunes incluyen miedo a contaminarse, miedo de que la persona o los demás están en peligro, necesidad de mantener el orden y la exactitud y dudas excesivas. Las compulsiones más comunes que se realizan en respuesta ritualista a estas obsesiones incluyen lavarse las manos, contar, acumular objetos, arreglar  y limpiar cosas.

A pesar de la gravedad del problema y de la discapacidad que genera, solamente entre un 35% a un 40% de las personas con trastorno obsesivo compulsivo busca tratamiento y solamente menos de un 10% recibe un tratamiento basado en la evidencia.

Ahora bien ¿Cómo es percibido hoy el sentimiento de culpa, en esta época de escándalos públicos, de enriquecimiento inexplicable? ¿Y el perdón? ¿Hasta qué punto ha cambiado nuestra noción de la responsabilidad, en una época que prevalece el deseo de “objetos” y la satisfacción inmediata?

El sentimiento de culpa está ligado, en nuestra tradición judeocristiana, a un obrar en oposición a la moral convenida que conlleva el castigo.

En cuanto a la impunidad, en esta perspectiva quedaba vinculada a una vivencia clandestina y mal vista. Pero hoy el gozo y satisfacción que empuja al individuo a lograrlo, otorga otro estatuto a la impunidad. Hoy no se trata de los vicios privados discretamente practicados, que quedaban sin reprimenda.

Ahora, el no ser castigado se presenta a menudo precedido de un investimento social positivo: la idolatría de ciertos personajes –algunos enjuiciados– como ejemplos públicos resulta muy significativo al respecto.

«Lo que tú haces dice lo que eres», aseveración de Lacan que indica que un sujeto ético no es aquel que se disculpa sino el que da testimonio de lo íntimo de su ser que se halla comprometido en sus actos y decide qué hacer con ello, lo cual no va sin una pérdida, sea en bienes, en imagen, en afectos.

Cuando el sujeto no consiente a esa pérdida, y si además se trata de un personaje público, el mensaje que transmite es la impunidad por el gozo obtenido.

¿Dónde queda la culpa y que tratamientos observamos para aliviarla? Por un lado la ciencia ofrece argumentos de disculpa ligados a las explicaciones causales de muchos actos  (sobornos, infidelidad, fracaso escolar, trastornos mentales, malversación de fondos) que dejarían de implicar la responsabilidad del sujeto para reducirse a aspectos ‘moleculares’ (genética, neurotransmisores) sobre los cuales el sujeto nada tendría que decir. La paradoja es que ese sentimiento de culpa escondido desechado al basurero, retorna en la forma de  imputaciones hereditarias (padres con antecedentes genéticos, etc) es decir cargar a otros con la culpa pues su genes determinan sus acciones.

Culpabilidad ¿ficticia o real?

CULPA DE CORRUPCIÓN

Los vínculos inconscientes que existen entre la corrupción y los sentimientos de culpa son más bien paradójicos y fuente de toda suerte de hipocresías. Son tan secretos que terminan por ser secretos para cada uno. Existe una historia contada por el cómico americano Emo Philips que dice: «Cuando era pequeño solía rezar cada noche para tener una bicicleta. Un día me di cuenta de que Dios no funciona así, de modo que robé una y recé para que me perdonara.»

Así de paradójica es la relación del sujeto de nuestro tiempo con el gozar y con la culpa. El cinismo del argumento no excluye la verdad escondida en la diada: mejor creer en la absolución de la culpa, en la impunidad del gozar inmediato, que en el deseo que me haría merecer por mí mismo este objeto de gozo. Es una ecuación que el psicoanálisis descubre en los enredos del sentimiento de culpa: sólo la certeza y la constancia de un deseo me hacen responsable de una satisfacción que nunca obtendré de manera impune.

Es sin duda una de las razones por las que, según los datos estadísticos, los países con menos corrupción son los más influidos por la tradición luterana, una tradición que no confía en modo alguno en la simple confesión de los pecados para lograr la absolución y la impunidad.

Es una tradición que ha criticado duramente la costumbre del tráfico de indulgencias -la compra del perdón-, principio de toda corrupción. No hay gozar que quede  impune, responde el sentimiento de culpa al argumento utilitarista (teoría ética que busca el bien común) del cómico americano, tu deseo de bicicleta tiene un precio que no puedes negociar.

Si a este argumento añadimos la creencia en la reciprocidad del gozo -si el otro lo hace, también puedo hacerlo yo- la lógica del virus de la corrupción está asegurada hasta en el mejor de los mundos posibles.
No es de extrañar entonces que todos los historiadores del fenómeno de la corrupción lo conciban como un hecho irreductible al ser humano, en todas las sociedades y culturas, a veces como un mal menor, a veces como el principio mismo de su funcionamiento. La corrupción sería así «un fenómeno que no se puede extirpar porque respeta de forma rigurosa la ley de reciprocidad», tal como indica Carlo Brioschi en su Breve historia de la corrupción.

Siguiendo esta ley, no hay ningún favor desinteresado y gozar de una prebenda quedará siempre justificado. A la vez, esta ley de reciprocidad autoriza a cada uno a gozar de lo que otro goza sin sentirse culpable por ello.
A partir de aquí, todo parece una cuestión de grado, de la mayor o menor suposición del gozo del otro, del mayor o menor intercambio recíproco de prebendas, de más o menos concesiones para obtener el objeto de placer, esa bicicleta que cada uno exige como derecho propio.

La creencia en el otro  perdona y en el otro que contabiliza el disfrutar está en el principio del mercantilismo y de una parte de los vínculos sociales. En realidad, es una creencia tan religiosa/política como cualquier otra.
En nombre de esta creencia puede admitirse toda corrupción como algo relativo al tiempo y a la realidad en la que vivimos.

¿Quién se atrevería a sostener hoy, por ejemplo, como políticamente correcta la frase de Winston Churchill: «Un mínimo de corrupción sirve como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia»? Sólo una cuestión de grado la distingue de las afirmaciones que con frecuencia que se escucha es “roba mucho”, ejemplo de corrupción de la sociedad mexicana de nuestro tiempo, se diría que es, sólo un problema de lenguaje, de la significación que demos a las palabras para sentirnos más confortables en la justificación intelectual del fenómeno de la corrupción.

Breve historia de la corrupción

¿Pero entonces, será más cierta todavía aquella afirmación de Jacques Lacan: «El más corruptor de los conforts es el confort intelectual, del mismo modo que la peor corrupción es la del mejor». Lo que quiere decir también que la primera corrupción a la que cedemos es la corrupción del lenguaje que modula y determina el “mucho” o el “poco” es cuestión de “formato lingüístico”.

La culpa tiene diversas causas, la primera es la que los clásicos resaltaron: el dolor de existir. Aún sin haber pedido venir al mundo, paradójicamente, nos sentimos culpables de habitarlo. Freud habló luego del sentimiento de culpa por gozar y transgredir los límites, sea bajo la forma de una compulsión, una infidelidad o un desafío.

Lacan añadió otra vertiente de la culpa, más compleja pero más actual, ahora que los límites se difuminan: la culpa por no gozar lo suficiente, por no ser felices con todos los objetos que pueblan nuestra existencia.

El mito del padre edípico, agente de la prohibición, ya no sirve para explicar el hecho de que uno se siente culpable de gozar poco, lo que obliga al sujeto a hacerse cargo de esa falta sin poder culpar al otro castrador de esa insuficiencia.

El placer está limitado al hombre por su condición de ser hablante -Hegel se refirió al lenguaje como asesinato de la cosa- y la respuesta a esta falta de gozar es la culpa que deviene en lo estructural.

La frase de “Nada es imposible” El nothing is impossible, lema global, vela esa imposibilidad con su ilusoria promesa.

La tesis de partida de la filosofía de Hegel, es que la identidad del ser y el pensamiento, es decir , la comprensión del mundo real como manifestación de la idea, concepto, espíritu. Hegel, consideraba esta identidad como el proceso de evolución histórica del autoconocimiento de la Idea Absoluta.

Culpa secreta y causa del imperativo superyoico que exige de nosotros un esfuerzo más y un sacrificio que hoy toma formas diversas, muchas de ellas ligadas a la gestión extrema  de los cuerpos.

Informaciones recientes de The New York Times nos hablan de que el 35 por ciento de los estudiantes universitarios toman psicoestimulantes para combatir el estrés de los periodos de exámenes y circunstancias similares.

Otros consumos compulsivos (tóxicos, cibersexo, comida) muestran cómo ese empuje al «¡Goza!» certifica que lo que no está prohibido es obligatorio, en la búsqueda imposible de ese goce perdido cuya culpa (falta) no cesa de agitar al sujeto.

Diversidad de la culpa a la que corresponden también modos distintos de tratarla. Uno es el autocastigo, fijación a un síntoma que nos produce malestar consciente si bien implica un alivio de esa culpa inconsciente. ¿Cuántos varones infieles se hacen castigar por ello de diferentes maneras?

Otro modo clásico, y hoy de renovada actualidad, es pedir perdón y mostrar arrepentimiento. Lo practican políticos, líderes religiosos, empresarios e incluso países enteros. Algunos -no todos- añaden a la petición los signos de otro afecto: sentir vergüenza por sus actos. Otra manera de dar salida a la culpa, que implica un grado de subjetivación mayor que el simple perdón.

Que extrañas suenan hoy las palabras de Vatel, cocinero del Gran Condé: «Señor, no sobreviviré a esta desgracia. Tengo honor y una reputación que perder». Pronunciadas como preludio de su posterior suicidio, al no poder cumplir con sus obligaciones en el festín con el que el príncipe quería seducir al rey francés, evocan el afecto de la vergüenza.

Pretender hacerse perdonar por los daños causados implica la existencia de un discurso moral, teñido de religiosidad, que busca más la absolución del pecador que su rectificación efectiva. El problema es que esa petición de perdón no es seguro que confronte al sujeto con su responsabilidad.

Alice Miller

Y si no lo hace sabemos que la única consecuencia posible será la repetición de ese exceso. Es lo que la clínica nos enseña: cuando un sujeto no elabora la culpa al hacerse responsable de sus actos, queda entonces fijado a la búsqueda de ese perdón sin que su posición se modifique lo más mínimo. La responsabilidad queda entonces del lado del otro que es quien puede y debe perdonar.

«Lo que tú haces es lo que eres», aseveración de Lacan que indica que un sujeto ético no es aquel que se disculpa sino el que hace testimonio de lo íntimo de su ser que se halla comprometido en sus actos y decide qué hacer con ello, lo cual no va sin una pérdida, sea en bienes, en imagen, en afectos.

Cuando el sujeto no consiente a esa pérdida, y si además se trata de un personaje público, el mensaje que transmite es la impunidad por el gozo obtenido.

*Licenciatura en Terapia de Comunicación Humana.

*Comunicadora en Semiología de la Vida Cotidiana