Muerte en Lecumberri


Redactar, etimológicamente significa compilar o poner en orden. Así lo apunté, en el Primer Seminario de Periodistas coordinado, por el Club Primera Plana y la Universidad Nacional Autónoma de México, que presentó en 1990 un libro con la exposición de diversas ponencias. Hoy, sigue vigente.

En un sentido más lingüístico, consiste en expresar por escrito los pensamientos o conoci­miento ordenados con anterioridad.

Redactar bien es el arte de construir la frase con exactitud y originalidad, al incorporar al caudal de expresión un léxico y un estilo propios.

Comprende, pues, tres particularidades del lenguaje: el estudio de la frase, el estudio del vocablo y el estudio del estilo.

Dicen, y no sin falta de ‘razón, que halago en boca propia es vituperio. No obstante, con la modestia de un reportero, o sin ella, presento a continuación uno de mis trabajos, publicado por Excélsior el 6 de diciembre de 1962, a ocho columnas, en primera plana.

Fue   una de las pocas informaciones policíacas que entonces, en aquella época, por su valor, hubo de dársele tal valor. Y en dimensión inaudita: 18 cuartillas Hela aquí:

Debemos advertir que serán cinco capítulos. Este es el primero.

Fuga a tiros en Lecumberri:

2 muertos, 3 heridos, 2 escapados

  • Tony Espino Abatido en la muralla; Corvera huye disfrazado de celador.
  • Necoechea se rompe las piernas al caer; cuatro celadores secuestrados para quitarles sus ropas.

En medio de un tiroteo, en donde dos reos perdieron la vida y tres más resultaron heridos, dos peligrosos delincuentes se evadieron anoche, de la Cárcel Preventiva de la Ciudad.

Tendido sobre un costado de la muralla sur de Lecumberri, quedó muerto Tony Espino Carrillo. Junto a él, herido gravemente Jesús Campos Flores. Dos horas después falleció.

Sin importarle la suerte de sus compañeros de escapatoria, y protegido por el fuego de su pistola calibre .38, Fidel Corvera Ríos logró saltar a la calle. Lo imitaron Manuel González Sánchez y Leopoldo Necoechea Pichardo. Éste, al brincar se quebró ambas piernas. Sobre la acera fue detenido por los celadores.

Un tiro en la pierna izquierda impidió la escapatoria de Enrique de los Santos Treisier. Y un culatazo en la frente le imposibilitó a Salvador Zavala Pérez imitar a sus cómplices. Cuando se vieron perdidos, los reos levantaron las manos y gritaron: «No disparen… Ya no disparen. Nos rendimos».

Sin embargo, el fuego seguía. Los fusiles de los celadores rugían contra los tres hombres que, parapetados en la muralla, dispara­ban a quienes representaban un peligro para alcanzar la libertad.

Quince minutos, quizá veinte, se prolongó el tiroteo. Fidel Corvera Ríos desesperado arrancó el cable telefónico que conecta los garitones 7 y 8. Ayudado por Manuel González Sánchez colocó el alambre en la protección de la muralla y se deslizó por él hasta llegar a la calle. Sus pasos fueron seguidos por González Sánchez. Ambos, al pisar tierra, iniciaron la carrera por separado. Mientras tanto, arriba, soportaban el fuego de los vigilantes, Necoechea Pichardo se preparaba a saltar. No observó el alambre y no tuvo más remedio que pegar el brinco. Siete metros de altura lo separaban del suelo. Al caer, se fracturó ambas piernas.

 

TRONARON CINCUENTA FUSILES

Cincuenta celadores, armados de anticuados fusiles mosquetones, tendieron un cerco en torno de los reos capturados. Otros siete subieron a la muralla. No se atrevieron a disparar contra los prófugos. Temieron  herir a personas que, ante el ruido de los tiros, salieron de las casas que circundan a Lecumberri. Encañonaron, empero a Leopoldo Necoechea. «No te muevas, porque te quebramos», le gritaron. Éste, tendido boca arriba, sólo acertó a colocar los brazos en posición horizontal hacia arriba. Dentro de la prisión todo era movimiento. Había un gran desconcierto. Los celadores no sabían a ciencia cierta qué camino tomar. Se limitaban a encañonar con las armas a los detenidos. Llovieron las preguntas. Surgió entonces la duda. Había más en la escapatoria. Corrió la voz y nuevamente se movilizaron los vigilantes. Corrían de un lugar a otro.

Temían caer en una celada de los que habían quedado parapetados entre la muralla y la contramuralla.

Alguien dio una brillante idea. Y de inmediato se comunicaron con el Servicio Secreto. Pocos minutos después llegaron quince patrullas, seis comandantes al mando de Rafael Rocha Cordero. Armados con fusiles ametralladoras M-1, diecisiete agentes se diseminaron por toda la prisión.

Unos instantes más tarde arribaron tres camiones policíacos con granaderos. Rápidamente, sin perder tiempo, tomaron posiciones. Con sus fusiles de gas, iniciaron una batida por toda la zona en donde ocurrió la fuga. En menos de tres minutos el sitio quedó invadido de gas lacrimógeno. Los celadores de Lecumberri, resistieron. No dejaron de apuntar a los reos colocados de frente a la pared y con las manos en alto.

RAVELO   LECUMBERRI  FAMILIARES DE PRESOS

RECORRIDO INFRUCTUOSO

Los agentes recibieron órdenes concretas. Así comenzaron una batida por toda la prisión. Revisaron hasta el último rincón. Los comandantes, entretanto, se parapetaron en sitios cercanos a la zona de la fuga. Lentamente, con la mayor precaución, cruzaron , hasta llegar a los hombres tendidos en el piso.

La tensión subió cuando iniciaron el ascenso por la escala que utilizaron los reos en su huida. Había un gran silencio.

El comandante Jorge Obregón Lima llegó hasta el final. Agazapado en su propia sombra, recorrió con la mirada los alrededores. Todo estaba en calma. Alguien le gritó: «Cuidado, Están armados…» Obregón Lima se replegó. Pero, protegiéndose con su fusil ametralladora. Recorrió el panorama. Observó hacia el interior, escudriñó entre las dos murallas y al comprobar que nadie estaba, disipó con un grito, las dudas.

Se formaron brigadas para recorrer todas las murallas y los garitones. En el número ocho estaba un celador desmayado. Recibió un golpe al ser sorprendido por los hampones. Cuando se recuperó, atolondrado por la conmoción preguntó ¿qué pasó? quién me pego?…» Luego, con gran sorpresa lo supo todo.

Ya restablecido el orden entre los celadores, llovieron las preguntas sobre los detenidos. Ellos, Salvador Zavala Pérez y Enrique de los Santos Treisier, estaban lívidos.

El primero sangraba abundantemente de la frente, lado izquierdo, en donde recibió un culatazo. El otro presentaba una herida de bala en la cadera izquierda.

Los dos no acertaban a hilar ideas. Pronunciaban palabras incoherentes. Ante ello se limitaron a observarlos, pero sin darles atención médica.

El comandante del cuerpo de vigilancia, sudoroso y cansado, se acercó a Tony Espino, que estaba boca abajo sobre un gran charco de sangre. Tenía un pantalón de recluso y una chamarra—camisa de lana a cuadros. Con el pie lo movió. No dio señales de vida. Entonces el militar se inclinó y comprobó que había muerto.

A tres metros de distancia del cuerpo de Tony Espino yacía Jesús Campos Flores. También estaba tendido boca abajo. Vestía el uniforme de celador de Lecumberri. El chaquetón estaba tinto en sangre. Toda la espalda húmeda. Su rostro apoyado sobre

sus brazos lo detenía. Musitaba  algunas frases que nadie acertó a comprender. Poco apoco aclaró su garganta. Y musitó., Pidió atención médica. «Ayúdenme porque me muero, háblenle a mi madre. No quiero morir…»

Sus frases se las llevó el viento, porque nadie de los cincuenta ahí reunidos prestó atención. Un celador en voz baja sentenció: «Tú lo quisiste, desgraciado. Ahora amuélate…» y Campos siguió tirado sobre la sangre que le manaba abundantemente de la espalda y el pecho.

Nadie, desde ese momento le prestó atención.

 

SEGUNDA PARTE

(Nadie, desde ese momento le prestó atención)

Carlos Ravelo Galindo, afirma:

Pormenores de la fuga.

Organizada nuevamente la vigilancia, se precedió a conocer los pormenores de la fuga.

En grupos, los vigilantes incursionaron en las crujías N y M, donde se inició la escapatoria. Detuvieron a Jesús Cambray. Asustado, reveló los pormenores.

Desde temprana hora, los conjurados estaban preparados. Fidel Corvera Ríos guardaba un pistola calibre .38, automática, con tres cargadores. Cuando oscureció a las 18:15 horas, Corvera Ríos y Leopoldo Necoechea Pichardo, se alistaron a todo. Con ellos aguardaba impaciente Jesús Campos Flores.

Los tres, el decir de Jesús Cambray, que se enteró de los pla­nes, eran los únicos que pretendían alcanzar la calle. El resto se unió a los fugitivos al darse cuenta de la «operación fuga».

Leopoldo Necoechea Pichardo salió apresuradamente de la celda de Fidel Corvera Ríos. Tartamudo se acercó al celador Enrique Castillo Castro, y le dijo: «Fidel está muy malo. Venga rápido, es necesario atenderlo». El celador, cándidamente empuñó su fusil que tenía en la boca un trocito de trapo con aceite, entró en la celda. En cuanto traspuso la puerta, recibió un golpe en la nuca. Lo atontó, pero no lo hizo perder el sentido, Pudo emitir algunos gritos de auxilio, que sólo fueron escuchados por otros reclusos, que presurosos acudieron para ver que acontecía.

Leopoldo Necoechea los ahuyentó. Y una calma aparente volvió a renacer.  Entretanto, en la celda, Fidel Corvera había despojado de su uniforme de celador a Castillo Castro y se había vestido con él. Campos Flores aprovechó el tiempo para maniatar al vigilante.

La operación se repitió. Campos Flores llamó a otros dos celadores —Manuel Cardona Sánchez y Fidencio Roldán Morán—, quienes sin precaución alguna entraron en la celda a Corvera.

No sintieron temor porque vieron a un compañero de ellos uniformado, que platicaba pacientemente con Leopoldo Necoechea Pichardo. Cuando se dieron cuenta de la trampa, ya era tarde. Habían caído en el garlito. Con sigilo absoluto, bajo la amenaza de la pistola y el mosquetón de Castillo Castro, obedecieron ciegamente.

Se despojaron de sus uniformes, que sirvieron para vestir a Necoechea Pichardo y a Campos Flores. Ya vestidos de vigilantes, los tres reclusos de la crujía N caminaron hasta la muralla.

Con la ayuda de otros reos iniciaron el escalamiento para llegar a la crujía M. Cuando se dieron cuenta, con ellos venían Tony Espino, Manuel González Sánchez, Salvador Zavala Pérez y Enrique de los Santos Treisier. No hubo objeciones.

Todos intentarían la fuga. Escudándose con las sombras de las salientes de los techos, llegaron hasta la crujía J. A los habitantes singulares de este lugar, los amedrentaron con la pistola. «A quien hable o se mueva, lo mato», dijo Fidel Corvera. Brincaron la pequeña barda que da al corredor. Primero lo hizo Fidel Corvera Ríos. Más tarde Leopoldo Necoechea Pichardo. Lo siguieron Enrique de los Santos Treisier, Tony Espino y Jesús Campos Flores.

En silencio, como si fueran fantasmas uniformados, se proveyeron de una rudimentaria escalera de madera, que los presos previo plan, habían abandonado en ese patio, desierto de día y de noche.

La escalera quedó colocada sobre la muralla. Fue Fidel Corvera Ríos quien inició el ascenso. Seguido de cerca por Leopoldo Necoechea Pichardo y Manuel González Sánchez llegó hasta el garitón, en donde estaba distraído el vigilante José del Carmen Solís Espada.

Sin darle oportunidad a nada, lo desmayaron. Al caer el guardia sobre el teléfono lo descolgó. La comunicación se hizo al instante y el telefonista reportó algo anormal en el garitón número 8.

Acudieron presurosos varios uniformados y grande fue su sorpresa al descubrir que un grupo de reclusos pretendían subir a la muralla. Los disparos no se hicieron esperar. Llovió plomo contra los fugitivos.

El primero en ser tocado fue Tony Espino. Se desplomó cuando había subido más de la mitad de la escala. El otro fue Jesús Campos Flores que seguía de cerca a Tony. Y el tercero recibió un impacto de bala en la cadera izquierda. Él también estuvo cerca de libertad.

Los golpes abundaron sobre Salvador Zavala Pérez. Pero uno lo noqueó momentáneamente: un culatazo en el parietal izquierdo. Los celadores estaban anonadados. No sabían si disparar contra los hombres que llevaban sus mismos uniformes. Sin embargo, algo los hizo reaccionar: los disparos que desde la muralla hacía Fidel Corvera Ríos.

El fuego, entonces fue graneado de ambos lados. Los celadores reforzados disparaban a diestra y siniestra. En cambio Fidel apuntaba a un solo punto: ellos.

A punto de disparar una ametralladora

De haber tardado un minuto más los celadores, Fidel Corvera Ríos o sus secuaces que estaban en la muralla, hubieran podido

maniobrar la ametralladora con que estaba provisto el vigilante. El arma fue encontrada movida de su sitio. El carro estaba accionado, pero no pudo ser disparada.

Corvera Ríos y sus cómplices tenían ayuda del exterior. Prueba de ello es que un automóvil Mercury 1958, placas 22-72-77, los esperaba. Solamente Fidel Corvera Ríos pudo subir a él. Existen confirmadas sospechas de que va herido. En el sitio donde se descolgó hacia la calle hay gotas de sangre, que aumentan su intensidad al llegar a la acera, junto a la muralla.

El otro evadido, Manuel González Sánchez, no utilizó el vehículo. Resultó ileso. Los agentes secretos encontraron en el puente de Hierro, a cuatro calles de Lecumberri, junto al Gran Canal de Desagüe, uno de los chaquetines que los reos usaron para su fuga.

Junto a la prenda de vestir, estaba Julián Plata (a) «El Bombero» —homónimo de Julián Plata Monroy, que participó junto con Fidel Corvera Ríos, en el asalto a una camioneta del Departamento del Distrito Federal—.

Los agentes secretos lo detuvieron. Actualmente es sometido a interrogatorios, pues fundamentalmente suponen que el individuo contribuyó para que los reos escaparan.

Menciónase  que «El Bombero», que acaba de salir en libertad, estuvo recluido en la misma crujía de los evadidos. Tienen esperanzas los policías secretos en que este sujeto les proporcione datos que permitan la localización de, cuando menos, Fidel Corvera Ríos.

RAVELO  CRUJIAS DEL PALACIO NEGRO

TERCERA PARTE

(Tienen esperanzas los policías secretos….)

Carlos Ravelo Galindo, afirma:

Apenas controlada la fuga, las autoridades del penal comenzaron a realizar detenciones en las crujías N y M. Participaron en ellas los comandantes Jesús García Jiménez, Manuel Baena Camargo, Jorge Udave,  Leopoldo Godínez, Jorge Obregón Lima, bajo las órdenes directas del comandante del Servicio Secreto, Rafael Rocha Cordero.

De inmediato sacaron de esas crujías a los siguientes reos, que conocían los planes de la evasión: Francisco Villarreal Figueroa, Héctor Trujeque F., José Luis Cortés Hernández, Hesiquio Romero, Carlos López T., Adán Moreno, Eduardo Guzmán, Raúl Guerrero Flores y Jesús Cambray. Este último proporcionó información al reportero.

Ante la mirada de los granaderos que mantenían contra la pared y con las mano en alto, a los prisioneros. No hubo cortapisas. Con el ner­viosismo de este caso, Cambray se explayó, al tratar de borrar toda culpabilidad en su situación.

Les dijo: «Todo estaba listo… pero yo no participé… Yo sabía de antemano, pero usted sabe, la ley de nosotros. Si abría la boca, la cerraba para siempre. Es algo así como habla y te mueres…»

Cuando hablaba Cambray, aún las autoridades ignoraban quiénes eran los que participaron en la evasión. Estaban atolon­dradas. Tanto movimiento. Tantos agentes secretos. Tantos granaderos uniformados. Todo era confusión, que a nada conducía.

El reportero, con la ayuda que siempre ha caracterizado a las autoridades de Lecumberri, pudo llevar adelante su labor. Sin cortapisas  Cambray comenzó a decirnos  los nombres. Fidel Corvera Ríos, Tony Espino Carrillo, Manuel González Sánchez, Salva­dor Zavala Pérez, Leopoldo Necoechea Pichardo, Jesús Campos Flores, Enrique de los Santos Treisier.

Cesó su parlamento. Pero el reportero inquirió más. «Y ¡usted!» El reo bajó la mirada y angustioso hizo un movimiento de cabeza que no dejó duda algu­na.-¿Y por qué se arrepintió a última hora? -Porque me entró miedo.

Un temblor invadió su mandíbula cuando el reportero le afirmó que había un muerto.

Su semblante cambió de color. Sus piernas flaquearon y estuvo a punto de desplomarse. Pero al dejar caer sus brazos a los costados, un granadero lo reanimó diciéndole, con voz que no dejaba dudas sobre su autoridad: «¡Suba las manos!»

Recobrado un poco inquirió: «¿Quién?» Inmediatamente lo supo: Tony Espino. «¿Y los otros?». «Sólo están heridos, pero dos escaparon».

Aquella confusión daba tiempo al reportero a recibir mayor información. Un celador llegaba sudoroso y a la carrera. Se quitaba el chaquetón, se limpiaba las gotas de sudor de su amplia frente y comentaba: «Fidel Corvera Ríos logró burlarnos. Pero hay otro más que aún no se sabe quién es».

Al rato un comandante desencajado narra otro tanto. Se barajaban nombres. Muchos nombres, sin tener la conciencia si estaban o no en prisión.

Surgió la posibilidad de que hubiera escapado el hermano de Leopoldo Necoechea Pichardo. Y sin pérdida de tiempo fueron a verificar si Luis Quintanilla Pichardo estaba en su celda. Allí permanecía estático, fumando un cigarrillo y burlándose con la mirada de cuantos lo rodeamos.

«Ésta no fue mi oportunidad. Pero ya habrá otras…» Su burla pareció no escucharla nadie. Media vuelta y de regreso al polígono, centro de la «operación fuga».

Una hora después de la evasión, llegó el comandante de granaderos Alfonso Frías Rangel. Con él desfilaban, con sus mosquetes de gas al hombro, medio centenar de hombres, recién salidos de la Academia de Policía. No obedecían nada que no emanara de la boca de su jefe.

Pero por fortuna éste es un individuo que sabe comprender la labor de los reporteros. Sin ambages, Alfonso Frías discutió la situación y con calma, superó la falta de iniciativa de algunos celadores, se encaminó hacia el sitio de la evasión.

El reportero y el fotógrafo Jaime González, los únicos que tuvieron acceso a la prisión, llegaron al sitio en donde estaba Tony Espino y Jesús Campos Flores, muertos. Y de pie, contra la pared, en ropas menores, Salvador Zavala Pérez (a) «El Cerillo» y Enrique de los Santos Treisier.

Ya estaban calmados. Nadie se opuso a que el reportero los interrogara. Primero habló con Salvador Zavala Pérez. Su encen­dido cabello contrastaba con el negro de la sangre que fluía de la herida ensu parietal izquierdo. Tiritaba de frío, pero su rostro estaba rojo como una manzana.

¿Quiénes son los tirados? Volvió el rostro hacia donde estaba Tony Espino y dio su nombre. Preguntó, pese haberlo escuchado de los celadores, si estaba muerto. Cuando se le confirmó, movió ligeramente la cabeza de un lado a otro. Pero no tuvo otra expre­sión. Su rostro no señaló ninguna muestra de emoción. Quedó tranquilo. Pasaron algunos instantes antes de que volviera a hablar.

Antes de hacerlo, sus brazos descendieron a sus costados. El ruido del martillo de un fusil y la voz autoritaria de un celador, lo hizo volver a la posición anterior.

«Sabe usted, me dijo, yo tengo una condena de treinta años. Era una esperanza de volver a la calle. Pero míreme ahora. Todo perdido. Y no sabe usted la que me espera. Este golpe en la cabeza es mínimo, con los que vendrán. Sin embargo, no estoy arrepen­tido. Jugué una carta, que de haber salido, ahorita estaría libre».

Sus palabras fueron cortadas por la fatigada respiración de Jesús Campos Flores, que tendido y aún con el chaquetón del celador, estaba a pocos pasos.

Quiso decir algo. Y el reportero acudió a su lado. Musitó unas palabras. Solicitaba atención. Lloraba de dolor y pedía nuevamente la presencia de su madre. «Me muero…me muero» era lo último que acertó a decir. Cayó, después, en su sopor. En sus ojos había tristeza. Su rostro, cubierto con el polvo que recogió al caer de bruces al recibir el tiro, miraba fijamente al del reportero. Estaba consciente de que lá vida se le escapaba lentamente por aquella o aquellas heridas de bala que le cortaron sus ilusiones de libertad.

(continuará)

craveloygalindo@gmail.com