Los satisfechos


No hay momentos más significativos para la política institucional que aquellos en los que se discuten y aprueban la Ley de Ingresos y el Presupuesto. Se trata de dos instrumentos cruciales para modelar el futuro inmediato. Y sin embargo, con un tesón digno de mejores causas, parece que entre nosotros la fuerza fundamental para diseñarlos es la inercia. Una inercia sustentada en un cuerpo ortodoxo de certezas que es incapaz de ofrecer un horizonte medianamente promisorio a millones de personas. En esas andaba, cuando Rolando Cordera me regaló un libro.

Se trata del ensayo de John Kenneth Galbraith, La cultura de la satisfacción (Ariel. 1992), al que hace alusión el título de este artículo. Un vigoroso alegato no solo contra las políticas económicas desplegadas por las administraciones de Reagan y Bush, sino sobre el humor y las aspiraciones sociales que las hicieron posibles. Se trató de una «mayoría satisfecha» sin sensibilidad ni resortes para preocuparse por lo que sucedía fuera de su círculo de confort.

Escribe Galbraith que el síndrome viene de lejos. Le sucedió a los privilegiados del Imperio Romano incapaces de evaluar y responder a lo que acontecía en la periferia, a la monarquía francesa en el siglo XVIII que se solazaba en París y Versalles o a las nomenclaturas soviéticas y de sus países aliados, convencidas de que remaban a favor de la historia, sin valorar el deterioro que sufría el sector agrícola, la incapacidad para responder a la demanda de servicios y productos, la inflexibilidad de una administración centralizada y el malestar sordo que generaba la supresión de las libertades. En todos los casos, antes de la debacle, la élite satisfecha asumía y reproducía «las creencias convenientes», las verdades consagradas que se remedaban en los circuitos de los satisfechos.

Lo que Galbraith veía en Estados Unidos era que gracias a la democracia y el progreso económico, el círculo de los privilegiados se había ampliado considerablemente (incluso los satisfechos -en ese caso- podían ser la mayoría de los votantes) y por ello el respaldo a las administraciones conservadoras había sido tan sólido. Pero al ser usufructuarios de privilegios de los que quedaban marginadas millones de personas, la autosatisfacción podía acarrear desenlaces no planeados ni deseados. Serían el resultado de evadir que el bienestar debe ser abarcante y de largo plazo.

Porque los que forman (formamos) parte del mundo de los satisfechos suelen pensar -dice Galbraith- que lo que reciben es lo que merecen; no les preocupa o no pueden ya vislumbrar el mediano plazo sino que se encuentran concentrados en el presente; para ellos el Estado es una carga y no son capaces de imaginar siquiera que pueda llegar a ser una eventual palanca para la solución de los problemas; y por si lo anterior fuera poco, tienen una enorme tolerancia en relación a las desigualdades. (Me suena cercano).

Su punto de contraste era el New Deal del presidente Roosevelt. Ya se sabe, la gran depresión de los inicios de la década de los treinta significó la multiplicación exorbitante del desempleo sin subsidio alguno, millones de ancianos sin pensión, «la explotación abusiva en las fábricas de las mujeres y los niños», calamidades agrícolas sin cuenta y una cierta resistencia de los sindicatos. Escribe JKG: «El país era un caldero que hervía de descontento. Sin embargo, los que permanecían favorecidos, lejos de sentirse aludidos, no estaban, una vez más, dispuestos a aceptar las acciones económicas que podían salvarlos».

Fue el Presidente, su nueva coalición y sus programas, los que remontando prejuicios instalados, diseñaron y pusieron en práctica políticas para fomentar el empleo, la asistencia social, reformaron el marco normativo de los bancos, desataron ayudas para reactivar la producción agrícola, agencias del gobierno ofrecieron crédito para reavivar industrias. Roosevelt tuvo que enfrentar al sentido común de la época. Los satisfechos vieron con reserva e incluso con pavor sus políticas. «Se unieron en defensa de la tesis de que la recuperación no podía ni debía llegar a través de la acción del gobierno».

Hoy, sin embargo, se reconoce que gracias a esas políticas «Roosevelt salvó al sistema económico capitalista», «la vida económica se hizo más estable y segura al reducirse, por adaptación, la cólera y la alienación». Pero hubo que derrotar políticamente a quienes satisfechos no podían ver más allá de sus beneficios inmediatos y del círculo en que se movían.

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