La crueldad


La Santa Inquisición

Fabrizio Mejía Madrid/La Jornada

Libro «El liberalismo del miedo»

El 2 de octubre, en una emisión de radio, un escritor fantasea: Si estuviéramos en la Inquisición, yo quemaría vivos a los morenistas en el Zócalo. El 5, en la cuenta de un magistrado del Tribunal Electoral se lee: Ojalá se muera ese viejito culero de Palacio Nacional. Tres meses antes, el hoy vocero de Frena aparece en una imagen con la cabeza del Presidente de la República en una charola de plata. Le seguía un comentario de una usuaria del chat: Ojalá hubiera un héroe que se lo eche. Que las fantasías de la derecha coincidan con la barbarie de los desollados, descabezados, disueltos en ácido, del crimen organizado en la guerra de Felipe Calderón, revela el imaginario que precede a toda violencia política: si el otro desaparece, yo estoy mejor. Su sola existencia es una amenaza. De los llamados abiertos a un golpe de Estado –cosa que ninguna oposición en México había hecho desde 1913– se ha pasado a un lenguaje colérico donde no sólo se trata de eliminar a una fuerza política o a su representante electo, sino de algo muy distinto: imaginar que se inflige dolor al otro para crear terror y angustia públicos. No es ya la lógica de la guerra, sino de la crueldad.

Gilberto Lozano, vocero de Frena

La crueldad es un resultado de la desigualdad ilusoria: dañar a otros porque se cree que no son tus iguales. La perpetración de esa atrocidad, según el estudio canónico de Michael Mann, tiene varias motivaciones: la ideológica, es decir, una finalidad trascendente; la fanática, producto del fervor religioso; la violenta, que es la de la voluptuosidad de destruir; los aterrorizados, que matan para defenderse de quienes los quieren exterminar; los asesinos de carrera, en una estructura que premia la crueldad como heroísmo; los disciplinados, que lo hacen por obedecer a la autoridad; los que la cometen por dinero, por quedar bien con sus jefes, y los demonios mediocres, aquellos atrapados en una maquinaria burocrática de exterminio. Pero, a la luz de la añoranza por la Inquisición española, descubrimos esa herencia colonial del dolor como reducción de la víctima a su condición mínima. El quemado, el torturado, ya no puede ser más que su dolor. Como dijo Miguel Nazar en el interrogatorio del FBI en abril de 1982: se vacía de él mismo y lo llenamos nosotros.

Judith Shklar

Hay algo singular en la continuidad del lenguaje de los torturadores de la guerra sucia, la guerra contra el crimen de Calderón, y los actuales llamados públicos al exterminio de los vistos como inferiores: alguien decide qué vidas deben ser protegidas y cuáles otras deben ser descartadas. Quien decide está inoculado con la superioridad del salvador que justifica su propia crueldad al considerarla necesaria; un deber que debe ser cumplido. El lenguaje de la guerra y el del mercado encontraron en decir la crueldad una forma de sinceridad. Se confunde, entonces, la conciencia con la espontaneidad: ser fiel a ti mismo te hace publicitar tu propio egoísmo, pero no alude ya al entendimiento. Más aún, propicia la crueldad moral al humillar al distinto llamándolo morenaco, feligresía irracional, lacayos del autoritarismo populista.

Michael Mann

En 1989, aparecen dos libros que teorizan sobre ese futuro. El de Francis Fukuyama sobre el final de la Historia –un estado de cosas universal donde se confunden en la eternidad el consumo con las libertades– y el de Judith Shklar, El liberalismo del miedo, que previene sobre la nueva ola de crueldad que, en efecto, sobrevendría con las limpiezas étnicas en Yugoslavia y Ruanda, y el terrorismo religioso. Lo que Shklar detallaba ya desde 1984 ( Vicios ordinarios) es el problema moral de la vida liberal: los comerciantes creen que la hipocresía es el mayor mal porque hay que honrar los contratos mercantiles; que no haya distancia entre lo que se promete y lo que se hace. El mayor miedo del liberalismo es el engaño porque pierde dinero. Pero no reprueba la crueldad que permite, por necesidad, despojar a otros de territorios, recursos y hasta despedir trabajadores. El adaptar tu conciencia a tu conducta, en lugar de ajustar tu proceder a tu entendimiento, abría un nuevo espacio público a partir de los últimos años del siglo XX. Con ello llegaba una sinceridad que, en economía y en su debate público, se proclamó como realismo.

Miguel Nazar Haro

No hay que ser hipócritas. Decir la crueldad era hablar sin engaños. El problema sobrevino cuando los ganadores del fin de la Historia se encontraron con que no podrían sino mentir sobre el destino de la mayoría de los habitantes del planeta y, entonces, se autoengañaron con la fórmula sin demostración alguna de que, entre más se concentraba la riqueza, un día de éstos se iría derramando hacia abajo. Una hipocresía que, además, resultó en crueldad. Una de tipo moral: llamar perdedores a los que no encajaban en la economía. Llamarlos holgazanes, atrasados, pre-modernos, anti-científicos.

No existe justificación para la crueldad física o moral –en el cuerpo o en el lenguaje– que no provenga de la idea de superioridad de unos frente a los demás. Condenar la crueldad moral –la humillación reiterada– antes de que se convierta en física, implica deshacernos de los resabios de la sociedad colonial que engendró la Inquisición española. Ponerla como el mal más abominable en la jerarquía de lo inaceptable implica una cultura plenamente laica: después de todo, rechazarla y deplorarla es un juicio de una conducta entre seres humanos que ninguna fuerza superior debiera excusar. Aunque fuera una simple expresión de sinceridad.