Esclavos de las máquinas


La producción de demasiadas cosas útiles da lugar a demasiadas personas inútiles:Karl Marx

La tecnología nos ha facilitado la vida, pero también nos hace dependientes.

Perversidad o utilidad pero hoy, las máquinas se han hecho indispensables.

Dulce Reyes Gutiérrez*/AMN

Odio las máquinas, no por lo que son, materia, sino por lo que obligan al hombre a ser y a hacer. Que facilitan la vida de los seres humanos, tal vez, depende de lo que se entienda por vida. Que son la representación de la evolución de las sociedades, lo dudo. Que permiten el crecimiento económico, tal vez. Lo cierto es que las máquinas nos han convertido en sus máquinas. Y no es una afirmación catastrofista, sino una opinión de humano.

La máquina nos obliga a manejarla. Nos creemos vivos y en movimiento a partir de ella. ¿Por qué tengo que aprender a conducir un auto, si me gusta viajar a pie? ¿Por qué tengo que escuchar la voz sexy de una mujer cuando debo pagar un servicio (por cierto, no sé de qué mujer se trate, no la conozco)? ¿Por qué hasta el estacionamiento es automatizado? No estoy cuestionando la manera en que las máquinas se han apropiado de los espacios de los seres humanos, ni la forma de que nos han alejado del contacto con los otros, tampoco la manera en que nos obligan a hacer estupideces como hablarles y creer que nos escuchan, tampoco la sustitución de una compañía, incluso, de un beso. Hoy no pretendo eso. Lo que quiero poner sobre la mesa en esta ocasión, es que esas máquinas nos obligan a comportarnos de alguna forma, vamos en su búsqueda despavoridamente, nos sentamos en ellas y creemos divertirnos. Las máquinas han modificado nuestra vida, no tienen vida propia, son objetos inanimados, que jamás sustituirán a los seres humanos -o por lo menos eso espero-, pero algo tienen de perverso, porque sin darnos cuenta controlan nuestra existencia en este mundo inefable.

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VAMOS A LOS EJEMPLOS

Pongamos un ejemplo cotidiano. Imaginemos un automóvil, cualquier modelo, cualquier precio, cualquier color. En su forma básica es una máquina que nos permite transportarnos de un lugar a otro. Es un objeto que se forma de otros objetos, ensamblaje le llaman los que saben. Bueno, pues resulta que esa máquina nos mueve. Primero a pensar en ella, a desearla, a buscarla fervientemente, hasta trabajamos de más en lugares que no nos gustan, para lograr comprarla si bien nos va, o pedir un crédito en algún banco, algo así como empeñarnos un tiempo para pagarla. En segundo lugar, nos mueve ir al sitio donde se encuentran las máquinas, o hacer una búsqueda exhaustiva en Internet para encontrar la “mejor”. Esto también nos hace dedicar tiempo para lograr el cometido. En tercer lugar, nos mueve a recorrer los pasillos donde se encuentran expuestos, ya sea en una agencia o en un lote de autos, mientras nos mueve un deseo mayor de tener ese auto que no cumple con las características del que buscamos, pero que nos invade como un apego irreflexivo. Antes o después de esto, nos mueve a sacar la licencia de conducir, a hacer la cola para pagar. En fin, ya comprado, nos mueve a la oficina, a la escuela, a la tienda, al supermercado, a la plaza comercial, al bosque, a visitar a la abuela, a recoger a la novia, a la fiesta de cumpleaños, y si mejor nos va, a un recorrido largo, un viaje para conocer nuevos horizontes.

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¿QUIÉN MUEVE A QUIÉN?

Pero si se descompone la máquina, nos mueve al mecánico, o al celular –otra máquina-, para llamar a la grúa o a alguien que nos pueda auxiliar. Ah, olvidaba que muy seguido nos mueve a la gasolinera, a llenar su panza de combustible. Así, la máquina nos mueve a hacer y a ser, porque también creemos ser más personas a partir de la máquina. Si no hay auto no hay estatus ni “comodidad”, no hay forma de movernos, dicen algunos. Entonces, ¿Quién conduce a quién? ¿Quién determina a quién? Y no es como el famoso acertijo del huevo y la gallina, porque aquí el hombre puede existir sin la máquina, pero la máquina no puede existir sin el hombre. Sin embargo, al hombre lo mueve la máquina. Esto me hace recordar el inicio de la Revolución Industrial, en el que las máquinas fueron adquiriendo un papel fundamental en el desarrollo de las sociedades, pero también despertaron el rechazo de los trabajadores ante la sustitución de la mano de obra y de lo creado artesanalmente. Ahora, las máquinas forman parte primordial de nuestras vidas, sin embargo, como dice el filósofo Friedrich Nietzsche “Todo lo que pervive durante mucho tiempo se ha ido cargando poco a poco de razón, hasta el extremo de que nos resulta inverosímil, que en su origen fuera una sinrazón”. ¿A qué voy con todo esto? A algo más que simple: A reivindicar mi libertad de decidir si quiero o no que una máquina me maneje. No es que no quiera manejarla yo –esto es verdad, no sé conducir-, sino que me rehúso a que maneje mi vida, pues creo que esa máquina, así inanimada como se ve, tiene algo de perverso y de dominante. Y este apenas es un caso de los múltiples casos de máquinas que mueven nuestra vida.  El auténtico problema no es si las máquinas piensan, sino si lo hacen los hombres
Frederic Burrhus Skinner.

*Comunicóloga y Maestra en Estudios para la Paz y el Desarrollo