El estante de lo insólito : Miroslava


“No importa entonces que de pronto mueras y pierdas toda sombra quedándote en escombros defendida, si toda tú pereces, náufraga de tu propio mar…”

A una estatua, Alí Chumacero

Raúl Criollo Y Jorge Caballero/La Jornada 

Luis Miguel Dominguín

Llegó con sus padres adoptivos desde Praga, aunque era oriunda de Moravia, entonces Checoslovaquia, donde nació en 1925. Los movimientos bélicos la trajeron a México, su casa el resto de su vida, que fue, lamentablemente, demasiado breve. A diferencia de las historias de éxito que ascienden, tornan en resplandor y tienen notas de consagración, la suya fue de una espiral contracorriente, de pelear contra su emoción, el ánimo caído y el llamado de la muerte. Perdió amores en el camino y nunca hubo un triunfo que le llenara plenamente. Su mirada, penetrante, sugestiva, parece siempre decir algo más, o al menos ese impacto causaba en los carteles y gráficas que anunciaban su presencia en las películas, donde quedó grabada la imponente Miroslava.

Ser mexicana

Pese a la atracción que generaba con su rostro, distinto de las demás y al interés que generaba su condición extranjera, se afirma que Miroslava deseaba sentirse integrada, no quería ser vista como quien no pertenece. Fue un deseo que mantuvo desde la infancia. Sin la vocación musical de su padre adoptivo y con una pronta distinción en concurso femenil de belleza, la joven checoslovaca estuvo un periodo en Nueva York, Estados Unidos. Tuvo un primer amor y su tercera gran pérdida (las otras fueron no crecer con su padre sanguíneo y abandonar su país de cuna), ya que su novio murió en combate en Europa. Su matrimonio de 1945 con Jesús Jaime Obregón, fracasó. No parecía que lo bueno asomara para ella. El cine, ese recinto de sueños transformados y mundos posibles, se convirtió entonces en la determinación de un destino, donde sería muchas mujeres, todavía moldeando el propio personaje de su vida.

El instante del éxito

Escultural figura

Rogelio Agrasánchez Jr. en Bellezas del cine mexicano (Editorial Agrasánchez Film Archive, 2001) afirma: “Miroslava Stern fue siempre consciente de que le faltaba algo para ser una buena actriz”. Todos admiraban su gracia, pero necesitaba desarrollo y madurez para que admiraran su histrionismo. Los testimonios subrayan su empeño, casi desesperado, por alcanzar los matices de las consagradas de su época. Sin duda que laborar con grandes elencos le ayudó a ser mejor. Desde su debut en Bodas trágicas (Gilberto Martínez Solares, 1946), intentó construir un personaje, no sólo “figurar”. Su tercer trabajo fue un insospechado despegue profesional al trabajar con Mario Moreno Cantinflas en A volar joven (Miguel M. Delgado, 1947), lo que la llevaría a su primer coestelar en Juan Charrasqueado (Ernesto Cortázar, 1948), junto a Pedro Armendáriz. Su participación en La posesión (1949), dirigida por Julio Bracho y alternando estelares con Jorge Negrete, determinaron la proyección estelar que ya había alcanzado la joven actriz. El relato tiene el mismo cimiento que las familias poderosas que corroen el destino de los enamorados en el Romeo y Julietashakesperiano. Para Miroslava, cada desamor en la pantalla resultaba una proyección (como doble juego conceptual), cada arrebato fúnebre un cauce mortal, como la prematura muerte de su madre que, se afirma, marcó también su primer intento de suicidio.

Su figura en cera, Luis Buñuel y la actriz

SU PASO POR

HOLLYWOD

Tampoco le faltó Hollywod, donde hizo tres largometrajes, destacando The Brave Bulls (Robert Rossen, 1951) que hizo junto a Anthony Quinn. Pero no invirtió vivienda o nicho de trabajo con México, donde se lanzó en el mismo año la comedia La muerte enamorada (Ernesto Cortázar, 1951), El cobrador de seguros Rivas (Fernando Fernández), tiene la mala suerte de lograr contrato de seguros de vida con personas que, apenas los firma, fallecen, como auténtica ave de mal agüero. “Daría cinco años de mi vida por salir de esto y conseguir otra chamba”, señala, y de golpe se le aparece La muerte (Miroslava), pero no con guadaña, calavera expuesta y túnica negra a nivel de suelo, sino como mujer perfecta, de cuerpo imponente y ropajes oscuros ceñidos a su silueta espectacular. Ante el azoro y escepticismo del hombre, ella le aclara que la visión que se tiene de la muerte no es como se cree. Le proporciona datos que sólo él podría saber, y le hace recuento de las ocasiones en que dijo que daría años de su vida por obtener algo. El papel confirmó a la actriz como símbolo sexual del cine nacional.

La nota de su suicidio

Matilde Landeta dirigió Trotacalles, en 1951, con un reparto estelar que encabezaban Miroslava y Ernesto Alonso. Matilde sacó partido de las facultades de Miroslava interpretando a Elena Irigoyen, de una frialdad implacable, con el garbo de una mujer de alta sociedad, y el actuar cruel de quien puede pasar por la familia y quien sea para mantener un estatus. “Ya no somos ni iguales ni hermanas”, afirma Elena para despreciar a su hermana, prostituta, a la que humilla señalándola como una cualquiera. “Mírate bien”, insiste poniéndola al espejo, acentuando que nadie sospecharía que tuvieron los mismos padres y la misma educación. Las hermanas viven la desdicha de abandonar ilusiones para sobrevivir, María vendiéndose en la calle, Elena aceptando el conveniente matrimonio con un hombre mayor. No hay duda que Miroslava mostraba ya trazos de la actriz que podría ser, lo que poco a poco exhibió en cintas como Cárcel de mujeres (Miguel M. Delgado, 1951), La bestia magnífica (Chano Urueta, 1952), El puerto de los siete vicios (Eduardo Ugarte, 1952), Dos caras tiene el destino (Agustín P. Delgado, 1952), Reportaje (Emilio Indio Fernández, 1953), el drama de terror El monstruo resucitado (Chano Urueta, 1953), y, desde luego, en una de sus películas más taquilleras: Escuela de vagabundos (Rogelio A. González, 1955), con Pedro Infante.

Con Mario Moreno «Cantinflas»

En el clásico de Luis Buñuel Ensayo de un crimen (1955), el ceramista Archibaldo de la Cruz (Ernesto Alonso) recuerda episodios de sus primeros años para transformar mentalmente la atmósfera de su presente, como un asesino serial en potencia. Conoce a diferentes mujeres, encantado con sus formas, sus voluptuosidades, la posible belleza de su rostro muerto. Conoce a Lavinia (Miroslava), una modelo de maniquíes. Él va a buscarla para descubrir que el sitio del encuentro posee un maniquí con la efigie de la chica. Oportunista, lista, encantadora y sensual, Lavinia está a punto de casarse por obvio interés con un viejo millonario y abusa también de Archibaldo, para quien se supone trabajará como modelo en una ocasión y, cuando por fin se consuma un beso que parece conducir a la gran pasión, llegan numerosos turistas a los que explota. La mujer sublime, la malicia cruel… “¡Tan linda, me gustaría verla arder en llamas…!” Miroslava se ve en otro nivel. Suelta, capaz, espontánea… sería todo.

La muerte, el eterno misterio

Miroslava fue descubierta muerta en su cama el 11 de marzo de 1955. En su buró se encontraba un frasco con pastillas para dormir. No tenía la mitad del contenido. Las razones para determinar el suicidio eran simples en términos forenses, pero complicadas en términos sicológicos. El debate se prolongaría por décadas. Afirmaciones disparatadas la señalaban como espía para el bloque soviético; algo salió mal y le costó la vida; otra versión apuntaba a su amor no correspondido por Mario Moreno Cantinflas, algo confirmado por el escritor Vicente Leñero tras un encuentro con Ernesto Alonso, el gran amigo de la actriz.

Ernesto Alonso y la estrella

En 1993 se lanzó la película biográfica Miroslava, donde Arielle Dombasle se quedó con el papel que buscaron las principales actrices de México. Arleta Jeziorska la interpretó en su etapa juvenil. Junto a un gran elenco y los aciertos (para mucho críticos con exceso preciosista, pero de indudable calidad) de José Luis Aguilar, en el arte, y Emmanuel Chivo Lubezki, en la fotografía, redondearon la visión del cineasta Alejandro Pelayo para adaptar con acierto un cuento de Guadalupe Loaeza. El texto, adaptado por Vicente Leñero, tocaba el entramado mental de la actriz en sus últimos minutos. La película enfatizaba el desamor en la lejanía por el torero Luis Miguel Dominguín.

Décadas después, nada es suficiente para comprender que una mujer de su inteligencia, en el momento más importante de su carrera, con un mundo de posibilidades artísticas, decidiera terminar con su vida. Quizá, como la célebre cinta de Buñuel que la colocó en la mira de cinéfilos de todo el mundo, el fondo de su angustia personal tenía resortes mucho más complejos, como los de Archibaldo de la Cruz. Esa belleza, con toda la fuerza que abarcaba una pantalla, sigue siendo buscada en cada una de sus películas, tanto como sigue estremeciendo el maniquí incinerado con su rostro en Ensayo de un crimen. Miroslava fue incinerada; no alcanzó a vivir para el estreno, ella buscó su propia y auténtica muerte.