El diluvio: El consejo de Don Polo


Rafael Cardona

Hace algunos días supe de un título en preparación de la editorial de la Universidad Autónoma de Sinaloa, de la cual guardo buenos recuerdos. El primero por haber publicado ahí mi segundo libro (Por nosotros y por la ciudad) y el segundo por haber sido en varios años consecutivos miembro del jurado de su premio de periodismo.

Para esa edición  me fue solicitado un texto alusivo a Leopoldo Sánchez Celis el famoso político sinaloense cuyo gobierno aún se recuerda por esas tierras con una mezcla de veneración y nostalgia.

Ignoro si la premura con la cual preparé estas líneas permitirá incluirlas en el libro. Si así fuera esto es un adelanto. En caso contrario no quedará inédito.

La Comisión de Desarrollo Agropecuario del Distrito Federal necesitaba editar un libro. Yo acababa de fundar una editorial y también necesitaba hacer alguno. Como fuera, de cualquier materia,  a cualquier costo, con cualquier utilidad. El oficio de editor es a veces infame. Y cuando uno empieza, más horrible todavía.

Jaime Sánchez Duarte; hermano de “Polo” quien en la delegación Coyoacán del DF había conocido mi trabajo, me llamó una tarde en la cual no había ni moscas sobre el escritorio.

–¿Podrías hacer un libro así como de emergencia. Es una cosa breve pero urgente. Sí, te doy la dirección”.

Al día siguiente fui, me dijeron del contenido, propuse algunas ideas y me dieron el texto y la luz verde. Esa edición no le salvaría la vida a la naciente empresa Editorial Urbis, pero de granito en granito, llena su buche el gallito… dicen los rancheros. Además era hacer un trabajo para “las ligas mayores “ de la política.

Aunque no lo había visto en esa ocasión, yo sabía de la vida legendaria del director de desarrollo agropecuario Leopoldo Sánchez Celis.  Era uno de los políticos sinaloenses cuya obra había dejado más huella en el Estado y una figura de peso nacional.

Casado yo mismo con una sinaloense, no me era ajena la forma como sus paisanos de expresaban de él.

“Don Polo”, el maestro Sánchez Celis: “El Polo” Sánchez Celis, con esa extraña reverencia con la cual los sinaloenses adornan los artículos. El Polo. Y con eso se decía todo. No había otro. EL.

Cuando entregué el trabajo, Don Polo estaba presente.

Tomó el libro con cuidado. Elogió la portada (yo había dispuesto unos bellos dibujos a lápiz de Armando García Núñez) y me agradeció la entrega. Se levantó discretamente de su lugar y desapareció.

En el cuello llevaba un paliacate rojo, un anillo en la mano izquierda y el filo de otro pañuelo se asomaba por la bolsa izquierda de su pantalón beige.

Pasó el tiempo.

Una llamada telefónica a mi casa rompió la monotonía de una tarde dominical.

–El profesor Hank González lo invita a comer a su rancho el próximo viernes. ¿Puedo confirmar su asistencia?

Obviamente acepté.

Pero las cosas no eran muy favorables en aquellos años. Yo no tenía auto. Busqué quien  más iba a ir a la comida y me pegué con otro compañero. Finalmente en la fecha indicada llegué a Santiago Tianguistenco, al célebre rancho “Don Catarino”.

A la entrada, impecable, orgulloso, bien plantado, con un impresionante traje negro de charro con esplendente botonadura y corbata tricolor, el profesor Hank recibía con atención a sus invitados.

–Se ve usted muy bien vestido de charro, profesor. Ni Jorge Negrete, le dije.

–Claro, mi amigo y lo mejor: para vestirme así no hay que cambiar el 82”.

Al final de la comida, cuyo relato sería muy largo e inútil para este texto, la tragedia se había presentado: el amigo con quien había llegado se esfumó. Me quedé sin transporte. Buscaría un autobús foráneo o regresaría quien sabe cómo a mi casa.

Cavilaba en esos asuntos en el camino de salida (de seguro con el inocultable aspecto de un forastero extraviado),  cuando a un  lado se detuvo un auto color plata. Al abrirse la ventanilla apareció la cabellera también plateada de Don Polo.

–¿Ya se va, mi amigo? ¿Le puedo servir en algo?

–Muchas gracias don Polo, pero sí. No tengo cómo irme.

–Pues ya tiene, súbase.

El auto olía a piel nueva. La suave música no interrumpía la conversación. Casi una hora de charla, memorias, preguntas sobre mi trabajo, un poco de las familias, varios ¡Ah!, vaya; ¡hombre! y cosas así; sobre mis directores de entonces, Julio Scherer, Manuel Becerra Acosta….

–Si, los conozco bien. Gente de talento. No cabe duda.

–Aquí me puede dejar, Don Polo, le dije al pasar cerca de la estación Observatorio. En Metro llego a mi casa.

–No, de ninguna manera.

–“Mire, le voy a dar un consejo. Usted nos hizo un favor cuando lo necesitábamos. Nos hizo un libro rápido y bien. Se lo agradezco. Y cuando las cosas se hacen se hacen, se hacen bien o no se hacen. Yo lo llevo hasta su casa. Permítame por favor.

“Y me disculpa si no paso a saludar a mi paisana, pero tengo una cierta prisa”.

Nunca lo volví a ver; pero tampoco he olvidado su consejo ni muchas otras cosas más de las cuales podría contar en otra ocasión.

cardona  carlos hank gonzalez