Con mis propias manos


Tallando la madera

Luis Zárate/Quadratín

Afilando cuchillos

-“No, mamá, no pasaremos por el callejón, le daremos la vuelta”.

– “Hijos: si hoy no pasan, no pasarán nunca, sabrán que les tienen miedo y aquí vivimos, es nuestra calle, es nuestro paso”.

– “Pero vea usted que son más grandes y entrenan todos los días metiendo como cuchillos sus manos en ese bote de arena. Si pasamos por ahí nos romperán la madre, ya nos la sentenciaron”.

– “Ustedes pasan. No hay cuero que no agujereé un cuchillo, es cosa de sacarle filo. Ustedes pasan”.

Afilamos los cuchillos viejos, los pulimos con esmero y nos llevamos la bendición de nuestra madre. Esa tarde sólo les mostramos las cachas y pasamos, fuimos y regresamos con los bolillos para la cena, y a partir de ese día creció la violencia.

La casa…

De niños llegamos a portar el arma automática de nuestro padre. Ellos crecieron en músculos; nosotros en mañas y armas. Creo que de ahí viene ese gusto por los cuchillos para todo; para afilar el lápiz y extender el grafito sobre la hoja blanca; para quitar los grumos de la tela; para aplicar el óleo; para hacer esgrafiados y texturas siempre ha habido un gran cuchillo usado indistintamente en la pintura y en la cocina.

Uno grande y afilado con empuñadura larga con cabeza de jaguar puesto a la mano en el carro… Con el tiempo, el del jaguar ha vivido más historias conmigo. Es viejo, tiene más de un siglo. Cuando ve una piedra de afilar parece reanimarse.

A veces pienso que le da nostalgia por los años que estuvo quieto en la oscuridad del cajón de un ministerio público como la prueba material de aquella mano malosa que lo obligó a cegar una vida. También le da comezón. Eso pasó el día que me detuve por los gritos y los insultos de los hombres y mujeres que tenían amarrado a un hombre con las manos detrás del poste de cemento y las piernas estiradas para adelante: “Te vamos a matar, hijo de tu pinche madre, ratero”, arreciaban los insultos y golpes hasta dejarlo doblado semiinconsciente escurriendo mocos y sangre.

Amarrado y golpeado

De repente se callaron y abrieron paso al acercarse un hombre de camiseta de mangas cortas enrolladas. Mostraba tatuajes y músculos malhechos. Se paseó la larga melena para atrás con sus dos manos y sin decir nada le volteó la cabeza al amarrado. Con el golpe seco de la patada voló la sangre con saliva y se quedó como muñeco de trapo, vencido el hombre sostenido por la cuerda de sus ataduras antes de la segunda patada.

El cuchillo con cabeza de jaguar me rascó la palma de la mano y con la otra bajé el vidrio y grité sin reflexión: “Ten, este cuchillo sabe, mátalo, junta tu odio verde con su sabiduría centenaria y mátalo como bestia con repetición de piquetes o de un tajo ábrele la garganta, no dejes tu odio para mañana”. Pero no, no tomó el cuchillo. Terminé de hablar y vi un rayo de luz en sus ojos, era la luz del hombre que ha cumplido cabalmente con su deber. Me descargó con la mirada su odio espeso y vi las venas de su cuello inflamadas. Dio la vuelta y se fue y tras de él su sequito inflamado de valor.

Perros siguen a ciclista

Solo quedó el hombre vencido que en el crepitar de su mente, con el último rescoldo se vio a sí mismo montado en una bicicleta perseguido por una jauría de perros callejeros que no pudieron alcanzarlo. Corrió, corrió sin descanso para llegar puntualmente a su casa de lámina levantada con sus propias manos. Llegó a comer frijoles parados con epazote y tortillas blandas, como todos los días. Sus dos hijos viendo el horizonte esperaban su llegada siempre a la misma hora, pensando que al llegar le propondrán labrar la madera para hacer juguetes a su lado, mientras él tallaría el tronco de copal para ir encontrando sus alebrijes.

Con la tardanza de su padre se quedaron soñando con los ojos entrecerrados por el polvo, y avanzó la tarde entre el barullo de los zanates regresando a casa. Las tortillas se fueron endureciendo y el perfil rojo de la tarde borró los rostros de los huérfanos bañados por la intemperie.