Canción mixteca


León García Soler*

          En el antiguo Paso del Norte hasta donde llagó la carroza en la que peregrinaban por toda la nación el hombre y el mandato de su soberanía, llegaron miles de migrantes mexicanos, de ayer, de hoy, de siempre. Benito Juárez regresó al centro y restauró la República. Los mixtecos marginados que viajan por todo el mundo siguen ahí. Hoy se llama Ciudad Juárez y de eso apenas hicieron memoria los fieles católicos que se reunieron a ver, a oír, a proclamar su devoción al Papa. Al Vicario de Cristo en la Tierra; hoy Francisco I y nacido en la Argentina. Apenas ayer Juan Pablo II (Karol Wojtyla) y nacido en Polonia, paso obligado de guerras y migraciones de refugiados; desde Gengis Kahn hasta el Ejército Rojo de la Unión Soviética, libertador, quiéralo o no el certificado de  defunción escrito con los restos del muro de Berlín.

No se trata de poner sello de garantía a los migrantes que huyen del hambre, de la marginación, de la violencia, de la desigualdad que agravia y paraliza a nuestra nación entera. El Papa venido de Roma habló de la injusticia que moviliza a los refugiados que huyen de la incesante guerra, de clases, de castas, de dogmas opuestos o de las heridas abiertas por el racismo y el desprecio por los de la otredad. Así sean los dueños originarios, fuente de culturas y conocimiento de la naturaleza y la vida que hoy se destruyen en nombre del progreso, del capital sin regulación alguna, de la concentración obscena de la riqueza. Ahí estaban, los mixtecos, en ambos lados de la frontera, junto al Río Bravo que allá en la ribera norte llaman Río Grande. ¿Cuántos? Incontables, inconmensurables viajeros del orbe, muchos años antes de que se hablara de globalidad; desde siempre y en todas las latitudes. Nómadas en su propia tierra, peones acasilllados y explotados donde termina la patria y empieza el otro México: Allá en la Baja California paradisíaca para los ricos, esclavizadora para los jornaleros que vienen del sur y cosechan las uvas de la ira que hace casi un siglo fueron texto y antorcha de la miseria que también imperaba, como ahora, al otro lado.

Dondequiera que vayas encontraras un mixteco, cien, mil, muchos más. De Oaxaca emigran los que no se resignan a la marginación, a la pobreza, al hambre y la parálisis  en el pantano de la desigualdad. Y de sus tierras áridas llegan al desierto irrigado y cultivado de California, de la vieja Alta California; o dejan sus lares poblanos para llegar hasta Nueva York, tanto da que sea a Manhattan como a Brooklyn, a Queens o al Bronx. Siempre hay entorno a ellos el eco de la hermosa canción, de nuestro himno a la nostalgia, de la tristeza que invade al emigrante, aunque logre vencer al desconsuelo de la miseria: “Que lejos estoy del suelo donde he nacido…” Y desde allá, desde la inmensa distancia mandan a su tierra, a los suyos, lo que ahorran de los dólares ganados en la penumbra de la “ilegalidad”.

Adónde irás que no topes con los mixtecos. Los hay en Alaska y en las plataformas petroleras que exploran y explotan el petróleo de los nórdicos mares profundos de Noruega. En su tierra, otros exploran y explotan las riquezas minerales o las maderas de los bosques que vamos destruyendo con prisa de avaros y la inconciencia criminal de la devastación; la fuga hacia adelante de los dueños del noventa y nueve por ciento de la riqueza que hacen un desierto y juran que no existe el calentamiento de la Tierra. En Oaxaca Juárez es el santo de los pobres, de los de abajo; es la prueba irrefutable de que el hombre, del color que sea, de la etnia que fuese, puede superar las trabas de la desigualdad; hacer suyas las oportunidades que se niegan a los indios, a los de Oaxaca y Chihuahua, de Chiapas y Durango.

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Una y otra vez, entre los ecos de la canción mixteca, se escuchaba el son alegre del paso del indio de Guelatao en esta tierra que a su paso se hizo nación: Juárez no debió de morir/ ay, de morir... Bienvenidos el Papa Francisco I y su reconocimiento al valor y los valores de los de abajo en esta tierra de grandes riquezas y explotación sin límites. Pero ahí quedó entre la devoción y emociones de los miles de fieles de la Iglesia Católica Apostólica y Romana, la deslumbrante vanidad de nuestros oligarcas; la impúdica exhibición de la clase política que “estrenaba” novedosa visión del estado laico y se arrimaba en busca de la bendición papal y de la cercanía que da influencia.

En Palacio Nacional, nada menos, diputados, senadores, gobernadores y funcionarios de la República, pedían a gritos: ¡Bendición, bendición! Y del fondo de la vigente separación Iglesia-Estado surgieron las palabras de la canción mixteca: “Inmensa nostalgia invade mi pensamiento”.

Ya vendrán las horas del retorno de los nuestros, de los que se van porque aquí se les escamotean las oportunidades; de los mejores, de los valientes, de los que no aceptan la fatalidad de una indigna desigualdad que nos degrada a todos. A todos.

*Especial para El Correo de Oaxaca

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