Aviación salvaje


Juan Villoro/Reforma

El aeropuerto de la Ciudad de México es reserva silvestre que permite entender el comportamiento al margen de la vida organizada.

Hubiera sido lógico que llevara el nombre de un pionero de la aviación, pero desde un principio surgió como un lugar raro. No se le pueden regatear méritos a Benito Juárez; sin embargo, ya hay muchos sitios que lo recuerdan. Aunque sería un poco forzado que un conservatorio se apellidara como él para honrar su afición a la flauta, eso tendría mayor sentido que dedicarle un aeropuerto. Además, la gestión es tan desastrosa que mancilla la memoria de uno de nuestros pocos presidentes admirables.

La Terminal 2 se inauguró en 2007 y ya parece un vejestorio. Su principal característica es que desde dentro no se ven los aviones. En otros aeropuertos, el espectáculo es la aeronáutica; en México, son los vendedores del duty free que pregonan sus mercancías a voz en cuello, convencidos de que el consumo depende del oído.

En la accidentada Italia, la torre de Pisa se inclinó por casualidad. Más propositivo, México produce edificios ya inclinados. El acceso a la Terminal 2 no está al mismo nivel que las salas. El declive se resuelve con una rampa, trámite sencillo para el viajero, pero complicado para quienes trabajan en los comercios instalados en un plano oblicuo (después de ocho horas tienen el mismo jet-lag que los pasajeros que vienen de Tailandia).

En nombre de Benito Juárez se programan más vuelos de los que se pueden llevar a cabo, como si el Benemérito concediera el milagro de multiplicar el tiempo y el espacio. Con frecuencia, los aviones deben realizar la maniobra conocida como «patrón de espera». Las pistas están congestionadas y hay que aguardar para el aterrizaje, dando vueltas en las alturas. De manera prodigiosa, tenemos más glorietas en el cielo que en la tierra.

No hay nada que hacer ante las tormentas, pero cuando deja de llover sobreviene un problema que quizá podría evitarse: la pista queda inundada. Carezco de información sobre el desagüe del aeropuerto; sólo puedo decir que ahí la lluvia tiene la demorada importancia de un rito de fertilidad.

villoro    pasillos

¿Y qué decir de los bancos de niebla? Por principio de cuentas, es un alarde lírico decirle así a la miasma de polvo, contaminación e impurezas que impide la visibilidad en el oriente de la capital.

«Los hombres fueron los ejecutores del polvo», escribe Octavio Paz. Todos somos responsables del deterioro ambiental. La responsabilidad del aeropuerto es informar al respecto. Por desgracia, también hay niebla mental. En vez de decir que tu vuelo no saldrá antes de dos horas, te piden que «estés pendiente». Así se integra una comunidad sacrificial que ofrenda su paciencia en el altar de la esperanza.

El 30 de noviembre mi vuelo a Guadalajara (el 156 de Aeroméxico) no tenía puerta. Había niebla y nos pidieron que «checáramos las pantallas». Llevaba un libro para fortalecer mi fe: Deus ineffabilis, del filósofo y sacerdote dominico Carlos Mendoza. Cada cierto tiempo, despegaba la vista de las páginas para encarar un destino más inefable que Dios: el vuelo 156 seguía sin puerta.

Desde hace unos años, los que antes éramos pasajeros nos convertimos en «clientes». De pronto, una voz entrenada para taladrar tímpanos dijo: «Clientes viajando a Durango, Mérida y Minatitlán, favor de dirigirse a puerta…». No quise imaginar lo que aguardaba en el sitio donde se convocaba a viajeros con rumbos tan distintos.

Me concentré en las reflexiones de Mendoza el tiempo suficiente para que algo cambiara en la vida terrena: mi vuelo, que nunca tuvo puerta, desapareció de la pantalla. Fui a un módulo de información y la cola era infinita. Incapaz de hacer ese ejercicio de penitencia decidí ir al Salón Premier a preguntar si sabían algo. Caminé en esa dirección hasta que oí: «Última llamada para el vuelo 156 a Guadalajara». Esa voz sólo se escuchaba junto a la puerta 74. Como ignoraba cuál sería mi puerta, había estado lejos de ahí. Corrí hasta alcanzar el autobús que nos llevaría a la «posición remota». Ya en el avión, nos informaron que tendríamos que esperar a pasajeros que venían rezagados (en realidad, ya estaban en el aeropuerto, pero no había forma de encontrarlos ni de que se enteraran de cuál era su puerta). La fotógrafa Paulina Lavista, que viajaba junto a mí, pidió un tequila para recuperar el ánimo. La azafata le comentó que no servían bebidas fuertes en trayectos cortos.

El vuelo, en efecto, fue corto: 50 minutos en el aire y tres horas en el aeropuerto.

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