A la mitad del foro: El fantasma de Trump recorre el mundo


Donald Trump en Davos.

León García Soler

Un fantasma recorre el mundo. Y no es el del marxismo de todos tan temido y de tantos olvidado. Es el del retorno al poder mayestático a cargo del tesoro nacional; y la certeza de que la distancia entre los de arriba y los de abajo sea infinita. Se oyen los reclamos de míster Trump en Davos, en la Montaña Mágica del gran capital, donde en estos días se reúnen los del mando para manifestar su preocupación por el cambio climático. De ahí que mientras Trump es sometido al impeachment en el Capitolio, el del dinero fácil y las palabras cortas se lance contra Greta Thunberg, la joven sueca, Casandra de nuestros tiempos. Y luego vuelve Trump a los tuits para decir que el juicio en el Capitolio es una farsa.

Y está en juego el valor republicano del imperio de la ley y la división de poderes con su equilibrio de pesos y contrapesos. Ahí se ha repetido insistentemente la respuesta de Benjamín Franklin a quien le preguntaron qué había sido lo resuelto por los representantes de las colonias en rebelión contra el absolutismo coronado de la Gran Bretaña: “Una República, si pueden conservarla”. “ A Republic if you can keep it”. Del poder ejecutivo, presidencial, como mandato del pueblo, de los electores que votaron por el individuo en quien se deposita. Y del régimen republicano en el que el poder es de la institución presidencial y no del mandatario, no del individuo en quien se deposita por un periodo preciso y fatal.

El fantasma recorre el mundo. Y en México ya se apareció la llorona. Y el grito dejó de ser lamento para transformarse en alabanza a la nueva era fundada sobre un altar erigido al pecado original: Todo lo de hoy es culpa del ayer. Llegó Andrés Manuel López Obrador al poder que con tanto ahínco y firmeza persiguió durante más de veinte años. Más de treinta millones de mexicanos votaron por el en la elección del 1º de julio de 2018. Y así lo reconoció y declaró el Instituto Nacional Electoral, el mismo al que López Obrador acusó de instrumento para imponer el fraude y asegurar el poder a la derecha. Así fuera la del PAN conservador, reaccionario integrado para combatir a la Revolución que el cardenismo hizo social; o la del PRI que desmanteló esas instituciones, dio paso a la transición pacífica y que  ya había vuelto tras la docena trágica del foxismo y la Guerra de Calderón.

Greta Thunberg.

Llegó y declaró que lo suyo era un cambio de régimen que instauraría la Cuarta Transformación. La resurrección de la Independencia, la Reforma y la Revolución, en cuyos personajes enarbolados como símbolo material y moral, se manifestaba la visión del tabasqueño sobre cada uno de esas facetas de la historia: Hidalgo, Juárez y Madero, primer triunvirato de la Transformación. Faltaba Lázaro Cárdenas y de inmediato se añadió su imagen al icono de la “Nueva Era”. López Obrador asumió el liderazgo de su movimiento social, político y moral. Y llegó al cargo de Presidente, mítico señor del gran poder a lo largo de la Historia y Gran Tlatoani a partir del sexenio alemanista.

Una República que supimos conservar. La que al nacer se transformó en fugaz imperio al grito de ¡Viva Agustín I! La que sobrevivió a la invasión yanqui y a las aventuras fantasmagóricas de Quince Uñas, Su Alteza Serenísima, Antonio López de Santa Anna. La que tras las guerras religiosas y la intervención de Napoleón el pequeño, quien entronizó en México a Maximiliano de Habsburgo, emperador de opereta,  fuera restaurada por Benito Juárez y los liberales de la Reforma; la mejor y más brillante generación de nuestra Historia. Valga una breve digresión:

Juárez era católico, ha insistido López Obrador, pero combatió al poder de la Iglesia y recuperó las tierras en su poder y estableció el Registro Civil, facultad del Estado para certificar nacimiento y matrimonio, entre otras cosas que consolidaron al Estado laico, a la separación Iglesia-Estado. La misma que una iniciativa de legisladora de Morena pretende borrar del texto constitucional. Un Estado laico, si somos capaces de conservarlo.

Y el hombre del gran poder, líder de la Nueva Era en la que ya nada es como era antes, salió al paso de la iniciativa retrógrada y aseguró que nada alteraría la separación Iglesia-Estado. Apenas a tiempo. Porque la 4T ha sido de tolerancia extraña en la que los predicadores evangelistas son punta de lanza en el activismo moralista y anuncian ya que el gobierno les concederá una decena de concesiones de televisión abierta. Y el hombre del trópico no cesa en pregonar la moral cristiana y citar textos de escapularios cristeros: “Detente bala, el sagrado corazón de Jesús está conmigo”.

Lo que no obsta para reconocer el tino del discurso cotidiano y el uso de la difusión en conferencias de prensa diarias, que de inmediato se transformaron en símbolo de comunicación directa con el pueblo y de diálogos surrealistas con los mensajeros del otrora Cuarto Poder: Formidable instrumento para dictar cotidianamente la agenda política y manifestar el poder de la comunión con los pobres primero y con los secretarios del gabinete para rendir testimonio de la veracidad del señor Presidente. Ya se han escrito volúmenes sobre las llamadas madrugadoras y el testimonio de humildad en contraste con la presunción arrogante de los adversarios, los conservadores, los fifís, los corruptos que se despacharon a lo grande en los años del neoliberalismo, hoy desaparecido de la escena nacional por decreto.

No es momento para exponer aquí las cuentas de la crisis económica que padece el país. Ni siquiera las previsiones de pasar del crecimiento cero  a una franca y aterradora recesión. Andrés Manuel López Obrador insiste en que no se necesita el crecimiento de la economía para alcanzar el desarrollo. Pero si el discurso oficial desdeña la inversión privada o de plano la identifica como enemiga, la apuesta al programa de infraestructura del sector energético podría quedarse en buenos deseos y conducir a una gran crisis financiera.

Por ahora y con la marcha de migrantes centroamericanos contenidos y reprimidos duramente por la Guardia Nacional, se multiplican las manifestaciones de protesta en medio del desorden administrativo y el peso de la palabra presidencial como sentencia inapelable en la sala del juicio. De Cuernavaca salieron miles en la “caminata por la paz” que llegara a Palacio Nacional, sabedores los dirigentes de que no los recibirá el Presidente de la República. Ante los reclamos de las víctimas, López Obrador parafraseo una sobria sentencia de Adolfo Ruiz Cortines: “Hay que respetar la investidura”, decía el veracruzano. “el Viejo” le decían en esos años. Y tenía sesenta años al asumir el cargo: más joven que el incansable caminante tropical. AMLO de plano diría que a él podían insultarlo, pero no a “la investidura”.

Hay que recordar los años en que quienes hacían política y los del monopolio opositor repetían admirativamente que “el Señor Presidente” era el hombre más poderoso de México y el mejor enterado de todo lo que pasaba en el territorio nacional, en la vida pública y privada de los mexicanos. Y a partir de 1946, al llegar Miguel Alemán Valdés a Los Pinos, los allegados y colaboradores se referían a él siempre como “El Señor”. Así, escueta y palaciegamente, en aras de la “desmilitarización” del Poder Ejecutivo, tan fantasiosa como el poder absoluto del Señor Presidente. Cada sexenio crecía la imagen y con ella la confusión de unidad con unanimidad, de disciplina con sumisión.

El presidente Andrés Manuel López Obrador

Todos sabían que al llegar el final del sexenio, ese poder desaparecía y el gran señor no podía ni defenderse públicamente de los ataques o acusaciones que le hicieran. Callar era su defensa y su virtud. Pero el poder, ese gran poder, subsistía. Los sicofantes seguían de hinojos ante el Presidente en turno. Los críticos, los observadores de la realidad, sabían, supieron siempre, que el poder, ese poder, era de la institución presidencial y no del individuo en quien se depositaba el Supremo Poder Ejecutivo de la Unión.

El de Lázaro Cárdenas fue el primer gobierno sexenal Después del asesinato de Álvaro Obregón empezó la era de las instituciones y se acabó la de los caudillos, diría Plutarco Elías Calles en su último informe de gobierno. A partir de 1934 imperó en el país lo que los maestros universitarios llamaron “el cesarismo sexenal”.

En la república romana el poder residía en el Senado. Cuando enfrentaban una crisis o una rebelión, o alguna grave amenaza interna o externa, los senadores otorgaban el mando absoluto a un solo hombre, quien enfrentaba la crisis, informaba al Senado y volvía a su sitio. Hasta que Julio César desobedeció la ley, cruzó el Rubicón y entró a Roma al frente de sus hombres armados.

Aquí se encargaron los del priato tardío del desmantelamiento de las instituciones del Poder Ejecutivo. No cayó un dictador, ni hubo un César Augusto o descendiente a quien destronar con apoyo de la guardia pretoriana. La nuestra era una república federal, democrática y laica, con división de poderes. Y no hubo golpe alguno contra el hombre fuerte del poder absoluto. Porque el poder era de las institución presidencial. Ésta padeció el descuido, el desmantelamiento, la destrucción a cargo de los mismos en quienes se depositara el Poder Ejecutivo y los cortesanos fundidos y confundidos con la derecha extrema, con esos que hoy llama “conservadores” López obrador.

Se acabaron los gitanos que iban por el monte solos… A la mitad del camino perdió Ernesto Zedillo la mayoría en la Cámara de Diputados. Se impuso el peso de la Historia y de una Revolución que dio de baja el ejército federal para dar vida al Ejercito de la Revolución Mexicana. Revolución creadora del moderno Estado Mexicano. No hubo golpismo. Ni siquiera debate programático. Y llegó la transición en medio del susto de la crisis económica, mayor que el de la rebelión de fin de año del EZLN. Pase usted, señor Fox, vestido de hombre Marlboro, con diplomas de la Coca-Cola. Y de ahí p’al real.