La Corte ayer y hoy


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José Woldenberg/Reforma

Que el próximo nombramiento de dos ministros de la Corte suscite atención, se discuta, se demande que sean personas idóneas para el cargo (y no cuotas partidistas) y se solicite al Presidente y al Senado que sean receptivos a las expectativas de franjas relevantes de la sociedad, es en sí una buena nueva. Quedaron atrás los tiempos en que esas designaciones transcurrían sin pena ni gloria, sin suficiente visibilidad pública, sin conmover al respetable. Y la ola de opinión sobre el tema habla de la centralidad que ha adquirido la Corte. Porque a diferencia de lo que sucedía hace algunas décadas, hoy su importancia se ha potenciado.

En su célebre libro El presidencialismo Mexicano, Jorge Carpizo se preguntaba si el Poder Judicial era independiente. Y luego de revisar los casos resueltos por la Corte en los que estaba involucrado el gobierno, concluía de manera socarrona: «la Suprema Corte mexicana posee cierta independencia frente al Poder Ejecutivo, pero, afirmamos, salvo los casos en que el Ejecutivo está interesado políticamente en la resolución». (Siglo XXI. 1978). Eran los tiempos del presidencialismo a plenitud. Pablo González Casanova antes, en La democracia en México (ERA. 1965), analizó las ejecutorias de la Corte en las que el Presidente aparecía como autoridad responsable; y de 3,700 en el periodo de 1917 a 1960, el 34 por ciento habían sido favorables para los quejosos. Concluía: «la Suprema Corte de Justicia obra con cierta independencia respecto al Poder Ejecutivo, y constituye, en ocasiones, un freno a los actos del presidente…lo cual no impide por supuesto que en las grandes líneas siga la política del Ejecutivo…».

Pero mucha agua ha corrido bajo el puente. Lo que más ha influido en el nuevo rol de la Corte es el proceso de cambio democrático. Durante largas décadas el árbitro informal de las disputas entre los poderes constitucionales fue el Presidente. Esa facultad no derivaba de ninguna disposición constitucional o legal, sino del arreglo político post revolucionario. El partido hegemónico era la arena en la que se disputaban y resolvían las expectativas de los políticos y el titular del Ejecutivo era la cúspide de un poder vertical que reconocía en él (por convicción, inercia o por la fuerza) la capacidad de emitir la última y definitiva palabra.

Jorge Carpizo

Hoy, sin embargo, el mundo de la política es sustancialmente más complejo y horizontal. No hay uno sino varios partidos que resultan plataformas eficientes para modelar carreras políticas, los Congresos son habitados por legisladores de diferentes colores, los gobernadores tienen que coexistir con presidentes municipales de partidos opositores, las relaciones entre el Presidente y las Cámaras se han vuelto más tirantes porque el partido del Ejecutivo carece de los votos necesarios para hacer su voluntad. Esa constelación de fuerzas -en ocasiones centrífugas- no encuentra ni reconoce en el Ejecutivo federal al árbitro de sus disputas. Y la Corte entonces tiene la obligación de cumplir con esa delicada misión.

Si en el pasado la Corte rehuía los asuntos políticos espinosos, hoy está obligada a resolverlos. A través de las controversias constitucionales se ha convertido en pieza clave del entramado estatal. Si existe conflicto entre un ayuntamiento y un gobernador, entre el gobierno federal y un gobierno local, entre dos poderes en un mismo estado o como ya vimos, durante la administración del presidente Fox, si se produce un desencuentro entre el Ejecutivo y una de las Cámaras, la Corte es la instancia adecuada para resolver. Su importancia ha venido creciendo conforme el proceso democratizador se abrió paso y parece irreversible. Y algo similar sucede con las acciones de inconstitucionalidad a través de las cuales un porcentaje de diputados o senadores, de los congresistas locales o de la asamblea del DF, el Ejecutivo, los partidos o la CNDH, pueden buscar que una norma se declare inconstitucional. Antes, la preeminencia del Presidente y la hegemonía del PRI hacían innecesario «tanto barroquismo».

No es accidental entonces que el nombramiento de 2 nuevos ministros esté desatando una ola de opinión legítimamente preocupada por el desenlace. Lo que se juega con esas designaciones es la posibilidad (o no) de inyectar dosis de confianza en una de las instituciones centrales del arreglo estatal. El asunto no es menor -ni ritual- dado el profundo deterioro de la credibilidad del mundo institucional. Y seguir coadyuvando a ello no parece una apuesta sensata.

Pablo González Casanova