Fuerza y debilidad de Francisco


Carlos Martínez García/La Jornada

Si se miran las multitudes que movilizó el papa Francisco en Cuba y Estados Unidos, la conclusión podría ser que el obispo de Roma tiene enormes audiencias que lo siguen con fervor. Por otra parte, si se evalúa al dirigente religioso por la influencia cotidiana que tiene la Iglesia católica en la vida de sus feligreses, los resultados no son tan alentadores.

En una institución tan anquilosada y cautiva del ceremonial, en el cual el Papa recibe trato de monarca medieval, es de subrayar el estilo personal con que ejerce Francisco el papado. No viste con la suntuosidad que exhibía su antecesor, Benedicto XVI, ni tiene el trato lejano de éste con su feligresía. Tampoco hace uso del faraónico papamóvil, componente esencial del show en las giras de Juan Pablo II. Francisco mismo carga su portafolio y no le gusta que sus ayudantes le muestren excesiva cortesanía. Ha sorprendido a clérigos y monjas residentes en el Vaticano al llegar sin previo aviso a reuniones y a tiempo de compartir los alimentos. Tiene un estilo personal de ejercer su ministerio que rechaza el boato y parece repelente al servilismo.

Las reacciones de la comentocracia a los discursos de Francisco en Cuba y Estados Unidos han sido, en general, elogiosas y hasta entusiastas. En cada lugar el Papa dijo lo que el contexto demandaba. Buena parte de las opiniones publicadas resaltaron que Francisco está transformando a la Iglesia católica, incluso le llamaron revolucionario que está cambiando caducas estructuras eclesiales.

Es claro que el estilo de Francisco no solamente es una fortaleza personal, sino que funciona para reposicionar mejor a la Iglesia católica entre quienes se identifican con ella y buena parte de la población que tiene otras creencias. En su agenda externa, la de una institución cuyo liderazgo es respetado por las élites gobernantes del mundo y sirve de puente para lograr entendimientos y acuerdos (como el reciente restablecimiento de relaciones Cuba-Estados Unidos), Francisco puede presentar casi puros puntos a su favor, pero en la agenda interna, la de reformar a fondo a la institución que encabeza, el Papa tiene muchos pendientes que difícilmente podrá enfrentar y hacerlo con éxito.

Una de las anomalías que con el paso de los siglos se fue normalizando es que la Iglesia católica es al mismo tiempo un Estado. Esto le ha dado una ventaja para presionar en foros internacionales y cabildear en favor de sus intereses doctrinales y geopolíticos. Tal doble naturaleza ha sido criticada no nada más por adversarios de otras confesiones cristianas y librepensadores, sino también por católicos que consideran la simbiosis un lastre del que es necesario despojarse.

José María Luis Mora, sacerdote y consejero clave de Valentín Gómez Farías en 1833-1834, fundamentó sus ideas para limitar el poderío económico y político de la Iglesia católica mediante un interesante recorrido teológico e histórico. Mora demostró que no eran necesarios enormes recursos económicos para que la institución eclesial pudiera llevar a cabo sus funciones. En su lectura del Nuevo Testamento encuentra que la autoridad civil tiene derecho a regular ciertos aspectos temporales, como son los bienes poseídos por la Iglesia católica. Para él, en el libro de los Hechos de los Apóstoles se probaba que la Iglesia podía subsistir, como lo había hecho durante tres siglos antes de la conversión de Constantino, sin la posesión de los bienes temporales.

Francisco, en su discurso en la Organización de Naciones Unidas, hizo eco a críticas que en otras ocasiones ha realizado al capitalismo, que excluye y flagela a millones de pobres por todo el orbe. Es muy compartible lo sostenido por el Papa. Sin embargo, si de lo que se trata es de tener autoridad moral en el tema, entonces Francisco tendría que comenzar a decidir qué hacer con el Instituto de las Obras de Religión (IOR), mejor conocido como Banco del Vaticano. ¿Es fundamental para la misión de la Iglesia católica poseer un banco? El IOR ha sido señalado de institución financiera que ha participado del lavado de dinero y de tener inversiones en negocios que difícilmente se pueden justificar desde principios éticos enarbolados por la Iglesia católica en su doctrina social.

Para Francisco debe estar claro que si por un lado concentra cientos de miles de personas en sus actos públicos, como hizo en Cuba y Estados Unidos, por el otro continúa el descenso porcentual de su feligresía. En América Latina viven más de 425 millones de católicos, 40 por ciento de la población católica mundial. Con variaciones por país, durante la mayor parte del siglo XX (de 1900 a 1960) la población católica fue de 90 por ciento. Es a partir de la década de los 60 cuando tal porcentaje comienza a descender constantemente. A fines de 2014, cuando el Centro de Investigación Pew concluyó el levantamiento de datos para su investigación Religion in Latin America: Widespread Change in a Historically Catholic Region, los católicos romanos adultos en Latinoamérica representaron 69 por ciento.

Para hacer frente al continuo descenso de católicos el mejor recurso es la movilización de los que la jerarquía llama laicos. Pero es precisamente el clericalismo de la Iglesia católica el principal obstáculo para la movilización e involucramiento de los creyentes en las tareas eclesiásticas cotidianas. El verticalismo clerical inhibe la participación del laicado, y no se vislumbra que Francisco pueda revertir esta realidad que erosiona lenta, pero eficazmente, a la institución que preside.

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