‘Dos veces única’


Guadalupe Loaeza/Reforma

A Lupe Marín ya no le dio tiempo de llegar al Grito del 15 de septiembre de 1983. Jorge Díaz Serrano le había ofrecido pasar por ella para ir a Palacio Nacional. Ya tenía todo listo para la ceremonia, su vestido, los zapatos de la única marca que usaba, Bally, y su bolsa del mismo color que su atuendo. Al otro día, el 16 del mismo mes, la prieta mula, como la llamaba su primer marido, Diego Rivera, tenía otra cita impostergable. María Guadalupe Marín Preciado, nacida el 16 de octubre de 1895, en Ciudad Guzmán, estaba a punto de encontrarse con todos sus muertos o fantasmas que la acompañaron hasta el día de su muerte: sus padres, su hermana Mariana, Diego Rivera, Jorge Cuesta, su hija Ruth, Frida Kahlo, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Tina Modotti y Julio Torri. Dice Elena Poniatowska, la autora de la es-plén-di-da, esplendidísima novela, Dos veces única (Edit. Seix Barral, 405 páginas), que además de la profunda consternación que le provocó la muerte de Ruth, su hija, el peor de sus fantasmas era el poeta y crítico, Jorge Cuesta, su segundo marido. La escritora imagina a Lupe mientras le habla, momentos antes de morir: «¿Qué te hiciste? ¿Por qué estás todo ensangrentado? ¿Dónde está tu pene? ¿Cómo era tu pene? ¿Dónde tus testículos? ¡Ah, cómo amé la férrea voluntad con la que me poseías a pesar de ti mismo, a pesar de tu hermana, a pesar de Villaurrutia, a pesar de tus padres! ¡Me amabas con meticulosidad, duro, guerrero, a diferencia de Diego, a quien todo se le iba por la boca! Nunca oliste a sudor como Diego, nunca fuiste de multitudes, nunca del pueblo, el olor del pueblo, nunca abandonaste tu cuerpo ni el mío; entonces, ¿por qué? ¿Por qué te hartaste de ti mismo?».

Hacía mucho tiempo que una novela no me cimbraba tanto como la obra más reciente de Poniatowska. Hacía mucho tiempo que no lloraba desconsoladamente por la forma tan desgarradora en que la autora narra el suicidio de uno de los más lúcidos de los Contemporáneos, Jorge Cuesta. Y hacía mucho tiempo que no sentía tanta compasión por la agonía de un joven poeta de 38 años que siempre vivió a flor de piel en un paraíso perdido. Extrañamente, Guadalupe Marín jamás lo visitó en el hospital (manicomio) en Tlalpan. Cuando le anuncian que ya murió Cuesta, el 13 de agosto de 1942, se niega a ir a verlo. Aunque es el padre de su hijo, exclama: «No tengo nada que ver con ese individuo». Para colmo, tampoco quiere ver a Antonio Cuesta Marín, quien nada más tiene 12 años. «Lupe no le dedica ni un pensamiento a su hijo Antonio la prueba viviente de que alguna vez estuvo loqueta por Cuesta, enamoradísima, como repitió a diestra y siniestra».

Con sus hijas

Lupe Medusa, Diosa, Bruja, Arpía, Reina de la noche, como la llamaban los admiradores, sabía seducir, cocinar las pechugas al vinagre más exquisitas, coser de maravilla, tanto que podía haber sido la Coco Chanel mexicana, arreglar con mucha originalidad su casa, vestirse con un chic sumamente parisino, divertirse con sus amigos; sabía consentir a su Diego y enamorar a su poeta; sabía modelar para pintores como Rivera, Kahlo, Juan Soriano y posar para Henri Cartier-Bresson; sabía comprarse en el Monte de Piedad los anillos más llamativos; sabía apreciar París hasta la locura; sabía criticar a todo el mundo con una gracia excepcional, pero lo que no sabía de ninguna manera era ser madre. Con sus dos hijas y su único hijo, Lupe Marín no era mala, era malísima. Cuántas veces les pegó tremendas cachetadas a Lupe y a Ruth Rivera, cuando apenas eran unas niñas. Cuántas veces no les daba de escobazos porque los peldaños de las escaleras de la casa no brillaban. Cuántas veces no las insultaba delante de todo el mundo. «Para ella, educar es castigar. Golpea a Lupe chica y también se lanza contra Ruth a pesar de que la menor la mira con adoración y a todo le dice: ‘Sí, mamá’. (…) Grita por la ventana a la calle: ‘¡Lárguense, par de putas! ¡Lárguense con su abuela!'». Afortunadamente, Lupe Rivera Marín, la mayor, es la preferida de Diego Rivera, un padre tierno y sumamente amoroso para sus dos hijas. Admira su inteligencia, su fuerza, pero sobre todo su rebeldía ante esa madre tan violenta, tan gritona, tan peleonera pero tan «¡¡¡única!!!», a la vez.

Curiosamente con los años, esa mala madre para sus tres hijos se convirtió en una abuela amadísima para sus cinco nietos. Cada martes les cocinaba sus maravillosos chiles rellenos y les contaba anécdotas que los hacían morirse de la risa. Viajó con cada uno de ellos a París. Antes de morir, a cada uno de ellos les dejó 75 mil pesos y muchos pares de zapatos Bally.

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LOAEZA   JORGE CUESTA